( p a p e r b a c k w r i t e r )

jueves, 30 de diciembre de 2010

Joyitas del año

En la línea de la última entrada, unos amigos y yo decidimos recapitular musicalmente los últimos doce meses y elaborar una lista con las diez mejores canciones de este año. Luego pensé que podría ser una bonita manera de cerrar el año 2010 en el blog y celebrar, al mismo tiempo, nuestro primer aniversario. Sólo hay un problema... Y es que, para mi vergüenza, no he escuchado más que un par de discos publicados en 2010. Ya me conocéis. Hacer un ranking sería obviamente injusto. Así que, sintiéndolo mucho, mi top será retro y sentimental: he aquí 10 (heterogéneas) canciones que he descubierto de enero a esta parte y que, por motivos diversos, evocan este primer año de ContraCubierta.

10. I Want to Be Free - Elvis Presley (1957)
Me topé con ella de pura casualidad a lo largo de junio. Si no me falla la memoria, aparece en la película Jailhouse Rock. Igual que Elvis, quisimos tan libres como el pájaro en el árbol, y la melodía ingenua nos consoló por los torpes exámenes. El verano estaba cerca.

9. Romeo y Julieta - P. I. Tchaikowsky (1880)
Tengo que incluir alguna pieza de música clásica, y es ésta la que vengo escuchando los últimos días. Romanticismo destilado, en estado puro. Para Tchaikowsky, homosexual en la Rusia del s. XIX, el amor no podía terminar bien; afortunados nosotros que podemos sentir sólo la belleza de los violines...

8. Nobody's Fault But Mine - Led Zeppelin (1994)
Otra adquisición reciente. Gracias a que oí la versión de Blind Willie Nelson, considerablemente menos épica, di con ésta grabada en 1994 (si me he documentado mal, corregidme). Bueno, ya lo he dicho. Épica. No sé cómo Led Zeppelin consigue ese grandioso desgarro en tantas canciones y tras tantas escuchas.

7. Sabroso - Compay Segundo
Estando en Alemania me di cuenta de que en el iPod guardaba un CD entero de salsa cubana. Ahíta de barroco y luteranismo, salía a correr por un parque con Compay Segundo y Celia Cruz a todo volumen, y a cada zancada me imaginaba estar bailando en alguna noche española...

6. This Is England - The Clash (1985)
Sonó muchas veces, como preparación espiritual para el viaje a Edimburgo. Porque Escocia no sólo tiene ovejas, castillos, galletas; porque hay algo más que fantasmas dentro de las catedrales góticas; porque fuera de los muros de la Universidad hay un mundo. Frente a Edimburgo está Glasgow; frente a los eruditos, los mineros y desempleados de Thatcher; frente a los armónicos y populares Händel y McCartney, el punk.

5. Tatuaje - Concha Piquer (1941)
De pequeña, odiaba francamente a Concha Piquer. Su voz me parecía chillona, la música, insulsa; las letras, estúpidas. Con los años vino la aceptación. La copla, de tan traída y llevada ideología, me recuerda siempre unos días felices en Valencia: tengo que agradecerle a L. que me haya enseñado lo bonito que es cantar aquello de "era hermoso y rubio como la cerveza" mientras se sopesa la cantidad adecuada de comino que ha de llevar el hummus.

4. Cadillac Solitario - Loquillo y los Trogloditas (1983)
Toda fiesta en mi antiguo Colegio Mayor termina a las 6 de la mañana con esta canción. Aquellos que, para bien o para mal, aún andan despiertos a esas horas, se dejan sus restos de voz haciendo los coros al tiempo que, libres y ligeros como bacantes, se quitan la camiseta. Al final amanecemos todos exhaustos, jubilosos: una fiesta más, y nos creemos tan jóvenes como en la primera.

3. Inspiracion - Calexico (2008)
¿Serán las palabras en español? ¿El ritmo? ¿El título? La primera vez que la escuché, repetí más de ocho veces. Suena al árido Medio Oeste, tan filmado, a hombres y mujeres de coraje. La descubrí a principios de otoño, cuando el curso ha empezado y apenas se adivina cómo se va a desarrollar y uno quisiera que sucediera todo. La inspiración venga, quizá, para que así sea y sea lo mejor posible.

2. Sprawl II (Mountains Beyond Mountains) - The Arcade Fire (2010)
The Arcade Fire vinieron a Madrid el pasado 20 de noviembre. Estuve allí, y según pasan las semanas se intensifica la intuición de que fue uno de los mejores conciertos de mi vida. La voz al borde del sollozo de Win Butler, la voz etérea de Régine Chassagne, su danza: creímos volar más allá de las montañas. Aun hoy, sigo creyéndolo.

1. Time to Pretend - MGMT (2007)
Se diría que es típica, electrónica, frívola. De acuerdo. ¿Y qué? MGMT hace de la frivolidad virtud: somos jóvenes, es tiempo de juego y disimulo, disfrutemos de la vida y vayámonos a París. El fondo de la canción es tan amargo como el poema de Gil de Biedma. Sabemos que la vida va en serio... Pero finjamos que no. Es tan autoconsciente que (me atrevería a decir) superará el paso del tiempo; y si no, tampoco importa. Será tan efímera como nuestra propia juventud.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Agujeros negros

Aunque las grandes multinacionales se empeñan en iniciar sus Navidades el 15 de noviembre, las mías siempre comenzarán el 8 de diciembre. Cuando era yo pequeña aprovechaba el puente de la Constitución para montar el belén, y esta costumbre ha podido más que cualquier calendario publicitario o litúrgico, incluso ahora que no tengo belén y las reuniones familiares son más bien raras. Antes del 8 de diciembre, las Navidades quedan lejos; después, ya están aquí. Guardo este sentimiento como un recuerdo de infancia, supongo. Y ya sabemos que los recuerdos son especialmente considerados en estas fechas.
Sí, parece apropiado hacer memoria en Navidad. Ya sea por las largas tardes en casa al calor de una infusión, un libro o una charla, ya sea porque decimos que aquí acaba un año y aquí empieza otro, se nos invita a recapitular. Acepto encantada: mi obsesión por narrar se nutre más de la memoria que de la imaginación. Mediante la repetición del ritual navideño podemos señalar qué ha cambiado en los últimos meses, en los últimos dos, siete, once años, construyendo con estas diferencias un relato que aspira a coherente. El propio ritual evoluciona. Cada alteración es una muesca en la pistola: puede erigirse en símbolo del cambio particular en cada uno o desencadenar una historia entera.

Neighbourhood #1 (TUNNELS) - Arcade Fire

Como decía, en esta época se agolpan tales signos, pero - sobre todo para un carácter memorioso como el mío - la vida cotidiana está también llena de pequeñas magdalenas de Proust. Pasar por una calle, oír una canción - la música actúa como una verdadera sustancia psicoactiva - o una frase, pueden evocar sucesos y emociones olvidados; a veces, la reminiscencia es tan vívida creemos volver allí, a aquel momento. Sonrío ante el viejo chiste, me río con el amigo que ya no está, me conmueve otra vez su historia, recupero la alegría por la buena noticia o la ilusión de la adolescente enamorada: el mundo perdido se levanta ante mis ojos. Sin embargo, no todos los recuerdos son buenos. También siento de nuevo el sabor agrio de la ira y el amargor de la decepción, remordimientos por los errores cometidos, el dolor ante la ofensa o la más pura tristeza. Me veo, inesperadamente, en un mundo fatalista poblado por fantasmas. Fantasmas que yo creí haber borrado de mi mente y que se obsetinan en retomar conversaciones ya mantenidas. La distancia histórica apenas los hace más débiles, pero sí más incontrolables: de ahí la brutal desazón que provocan tanto el arrepentimiento como el rencor, emociones estériles que surgen contra acontecimientos ya pasados. Contar la historia es justificar la emoción buscando su fuente desaparecida, y por eso resulta un alivio y por eso resulta un alivio efímero. Lo que pasó, pasó, y ya no puede ser de otro modo. De hecho, cada vez menos.
Todo este asunto me causa una grave sensación de impotencia. No se puede esperar vencer a los fantasmas: al menos, no a corto plazo. Tienen el desagradable (y freudiano) hábito de tornarse más insidiosos cuanto más rechazados se sienten. Sin ser mi primera opción, he de considerar la resignación y el perdón a mí misma y a todos los demás. No hay una definición clara de qué es perdonar, y tampoco de su relación con el olvido. ¿Es más fácil perdonar una vez has olvidado? ¿Sería acaso un perdón en el sentido estricto del término? No lo sé, y no es el caso; aun concediendo que toda memoria es selectiva, la afición por el relato me lleva a recordar, y recordar con intensidad incluso lo que preferiría olvidar. Los fantasmas son sombras de aquello que nos callamos a nosotros mismos, pero los fantasmas están ahí y se hacen oír, ¿cómo voy a perdonarlos? Todo lo contrario: discuto con ellos. Los fantasmas pueden arrastrar y obviamente esto implica desatender el presente que, al contrario que los inmutables fantasmas, aún aceptaría mi modesta influencia. Viajamos en el espacio-tiempo de manera radical, aunque no por ello menos imaginaria. El viaje es absolutamente insostenible: o nos dejamos absorber, o retomamos el aquí y el ahora.

STARLIGHT - Muse

Ah, pero no se puede echar a los fantasmas, no se dejan. El pasado también lo hicimos nosotros y los recuerdos conforman nuestra identidad, lo ha dicho ya mucha gente. Quiero creer que existe un punto medio en el que se vive el presente sin renunciar a los recuerdos, la nostalgia, el rencor y el arrepentimiento permanecen difuminadas al fondo. Gocé y sufrí, claro; reconozco que no puedo deshacer aquello por lo que gocé o sufrí. Así me he reconciliado con los fantasmas. Acepto su presencia e ignoro sus voces, en un frágil equilibrio que, ojalá, sea semejante al perdón.

sábado, 27 de noviembre de 2010

To be in

No había pensado escribir sobre este tema. Es más, llevo semanas pensando en una entrada totalmente distinta: calculando el tono, eligiendo los elementos que conducirían mi reflexión. Pero, honestamente, ha sucedido algo que me ha hecho cambiar de idea; algo que me ha arrancado del Nueva York de los sesenta, de las ciudades medievales, de la música de los Beatles y de los viajes que hice meses atrás. Escribo entusiasmada y arrebatada. He visto La red social (David Fincher, 2010).
Empecemos por el principio. Soy estudiante universitaria y comparto un piso, aunque viví 4 años en un colegio mayor. Estoy en Tuenti desde hace dos años y medio y en Facebook desde hace algo más de uno. ¿Cuántas veces al día miro mi facebook? Pues no sé, ya no las cuento, ahora mismo lo tengo abierto en otra pestaña mientras, dicho sea de paso, escucho The White Stripes en Spotify. Si hay alguna canción que me resulte hoy especialmente conmovedora, Spotify me permite colgar el enlace en mi muro de manera que todos mis amigos dispongan de esa información. En fin, no es necesario glosar las aplicaciones de Facebook. Me consta que no soy la única que ha adoptado este modo de vida. Mark Zuckerberg ("Soy el jefe, mamón") lo sabe, Sean Parker (un muy ladino Justin Timberlake) lo sabe y Fincher, por supuesto, también lo sabe. Hay una revolución en curso, una revolución donde la velocidad no es la de las competiciones de remo: es una velocidad más rápida, de bytes, intangible; la película está filmando en el ojo del huracán, lo cual puede ser un lastre (la realidad está repleta de basura narrativa) o, como es el caso, la guinda del pastel.
Un momento. Demasiada verborrea. ¿Una velocidad más rápida e intangible? ¿La guinda del pastel? ¿Pero, la película no trata de Mark Zuckerberg? Claro. Antes, tardábamos días en pasar un artículo a un amigo, en decirle cuándo le habíamos recordado, en responder sus cartas largas y descriptivas. Nos preguntábamos que estaría haciendo. En Facebook, eso ya lo sabemos. La comunicación es fácil, continua, fluida; apenas le echas de menos, cuando ya se lo has dicho. Los estados de ánimo cambian sin cesar (inicio, más recientes, 300 novedades). Multipliquemos esto por una sociedad de masas, una sociedad burguesa de masas en la que sus cachorros recorren mundo yendo a fiestas, conociendo gente, añadiendo amigos que se desplazan según un movimiento browniano. Obviamente, el fenómeno es de carácter milmillonario, de expansión infinita, y a Zuckerberg y Parker, no digamos a Eduardo Saverin, se les va de las manos. La "autoría intelectual", el copyright es un concepto raquítico en un mundo donde la información circula a esta velocidad. Este asunto es inabarcable por el empresariado tradicional -recordemos a Saverin buscando anunciantes en el metro de Nueva York- y por la jurisdicción tradicional -los gemelos Winklevoss, infatigables competidores de remo-. No en vano Zuckerberg está vestido, durante toda la película, en sudadera y chanclas.
Sí, hay una revolución y no sabemos adónde nos va a llevar. Los jefes de todo esto ya no son cincuentones de traje y puro, sino nerds ariscos con algunos restos de acné. Las chicas follan con los nerds y no con el capitán del equipo de natación. Ah, los nerds, esos seres solitarios obsesionadas con el código y el algoritmo, siempre conectados (to be in), militantes del anticopyright, incorruptibles por el dinero o el poder.... Fincher sabe que no. Savarin, Parker, Zuckerberg quieren mandar, el dinero y la chica; sus rencillas son las de unos veinteañeros que, por casualidad, son milmillonarios y deciden resolverlas en los tribunales. Sienten envidia, resentimiento, desconcierto ante la las dimensiones de la criatura que han concebido. Fincher sabe, de nuevo: sabe sobreponerse al estupor ante la tecnología y ver qué hay de significativo en medio de todo esta vorágine. No es ciencia-ficción, es un drama existencial. Pero todo relato es a posteriori, y esto es la actualidad, por lo que aunque hayamos conseguido contar cómo se creó Facebook, el Nuevo Mundo, aún no sabemos cuál es nuestro lugar allí.
Mark Zuckerberg tiene 26 años. Si Facebook es joven, él lo es más: tiene mucha vida por delante. Al final, le dejamos enfrente de la pantalla, solo, clicando una y otra vez en el perfil de su primera novia para comprobar si ha aceptado su solicitud de amistad. Fincher no da la solución, ni para Zuckerberg ni para nosotros. En realidad, igual que para Rick Blaine y el capitán Renault en Casablanca, queda todo por suceder.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Orejitas

Acabo de ver el último capítulo de la cuarta temporada de Mad Men, lo que significa que me he despedido de Don Draper, Peggy Olson y tutti quanti por un tiempo. He vivido con ellos durante casi tres meses. No han sido tres meses de cruzarnos en la oficina, como quien dice, sino tres meses en los que los he visto ganar, perder, engañar y engañarse, decepcionarse y decepcionar. Una de las virtudes más admirables del guión de la serie es su forma de desnudar y exponer a los personajes; con delicadeza y precisión, cada giro revela un miedo, un deseo, sin caer en el tópico. O, mejor dicho, sólo cae en el tópico para, con otra vuelta de tuerca, desmontarlo y explicarlo.
Y es que, a primera vista, los personajes no se alejan tanto del cliché. Don Draper, frío y genial ejecutivo. Peggy Olson, mujer inteligente y ambiciosa. Betty Draper, neurótica niña rica y eterna mujer de. Joan Harris, secretaria eficiente y despampanante. El aparente machismo de esta caracterización obedece a los códigos de la época, pero queda denunciado justo por esos mismos clichés. Releo lo que he escrito. ¿Códigos de la época? ¿Hemos superado los estereotipos Harris, Draper, Olson (de izquierda a derecha)?
Voy a empezar poniendo mis cartas sobre la mesa: me siento identificada con Peggy. Ibais a saberlo de todas maneras... Miss Olson, "Orejitas" durante la primera temporada comienza como secretaria de Don (la serie se inicia con su llegada a la agencia, lo que la convierte en algo así como una "protagonista subterránea) y ya en la tercera temporada es creativa (de paso, dejan de llamarle Orejitas). Es la primera mujer que ocupa un puesto de poder institucional por méritos profesionales propios, es decir, que no es una secretaria como Joan Harris, ni una esposa más o menos influyente como Betty Draper, ni una heredera como Rachel Menkes. Es una ejecutiva talentosa con aspiraciones.
Aunque no son las aspiraciones lo que la distingue de Joan y Betty; las tres se caracterizan por su deseo de poder. Betty, más delgada en cada capítulo, por cierto, ha hecho una inversión desacertada al formarse íntegramente como ama de casa perfecta: siempre habrá un ámbito exclusivamente masculino al que no pueda acceder, y la oficina de Don le resulta tan familiar como la selva amazónica. Betty Draper se encuentra atrapada en su propia contradicción, lo que agudiza su neurosis más y más, igual que un animalillo enjaulado y hambriento. Joan, por el contrario, parece cómoda en la posición de jefa de intendencia. Es la gran mujer detrás el gran hombre: la agencia no funciona sin ella. Utiliza únicamente los medios que se le otorgan y permiten, que la mayor parte de las veces tienen que ver con ese bolígrafo que se balancea entre sus pechos. Vale la pena subrayar que Betty y Joan son poderosas en tanto que seres sexuales, Betty como esposa y Joan como secretaria (ergo chica fácil). Ésa es la diferencia con Peggy.
Peggy rechaza las armas que le corresponden como mujer. Durante las dos primeras temporadas se viste de manera mojigata y, desde luego, aparte de Pete Campbell, no tiene más líos en el trabajo. ¡Sería contraproducente! Si quiere la posición de un hombre, tiene que renunciar a ser una mujer, al menos a que los demás la vean como a tal. El conflicto más grave de Peggy no es, como podría predecirse, "desexualizarse" en tanto que chica joven, sino compaginar la femineidad con el ejercicio del poder. No quiere, no puede, ser una acompañante de lujo (como, en último término, Betty) ni el descanso del guerrero que representa Joan, sino que sólo (sólo) quiere ser una publicista tan buena como Don Draper. Y, diría Mr. Draper, no hay ningún problema. ¿Seguro? Peggy ve minusvalorada su labor como creativa y, además, su condición femenina que, en el mejor de los casos es ignorada. Una mujer con los derechos de un hombre no es atractiva: el precio a pagar es doble y, antes de acceder al cielo de los privilegios masculinos, hay que pasar por el purgatorio de no disfrutar ninguna de las esferas de poder, no ser ni una cosa ni la otra. Claro que la alternativa es, en muchos aspectos, el infierno.
Supongo que es cuestión de personalidad. Ciertas personas, hombres o mujeres, asumen de buen grado el rol que se les ha adjudicado en razón de su sexo, y ciertas personas no. Esas personas renuncian a un número, variable, de rasgos de carácter en aras de una mejor aceptación social, lo que exige una crisis que llamamos "de crecimiento" del mismo modo que a la renuncia la llamamos "madurez". No es tampoco una cesión absoluta a las demandas sociales; más bien es un contrato que equilibra éstas con nuestros propios principios. Y es que, seamos realistas: pocos de entre nosotros son verdaderos ermitaños.
Anticipo que Peggy irá encontrando ese equilibrio. Ella tampoco podría formular los términos de su particular contrato en soledad: entra en contacto con otros grupos, beatniks y similares, un chico que la admira y que no habla de matrimonio. No, no está ella contra el mundo. Pero eso lo descubre después de haberse arriesgado, después de haber desafiado las convenciones, después de haber elegido no ser ni Betty ni Joan. Aunque sepa lo que no quiere, Peggy va averiguando qué es lo que sí quiere a lo largo la serie, redactando poco a poco el contrato, invéntandose su papel en el mundo. Y por eso (y tantas otras cosas) quiero ser como ella.

jueves, 28 de octubre de 2010

De hombres y héroes

Han sido unas largas vacaciones de dos meses. Han sido dos meses de mudanza, y digo "de mudanza" a sabiendas de que no ha sido lo único que ha sucedido ni es algo con lo que haya acabado: en realidad viajé tres semanas a Edimburgo y empecé después a mudarme. Dos meses de silencio por causas opuestas, pues si en las últimas semanas he aprendido a distinguir entre más de cinco productos de limpieza, en Escocia me propuse no dejar calle que recorrer, obra de teatro que ver, café que probar.
En agosto, Edimburgo es una ciudad efervescente, cuyas torres góticas se elevan contra el cielo gris con el mismo entusiasmo, el mismo vigor de los jóvenes actores sobre el escenario. Las calles desbordan ruido y gente, y en cada esquina surge una función: cualquiera puede ser actor o espectador, cada figura compone una escena. En agosto, ir al teatro en Edimburgo es vivir Edimburgo, ni más ni menos, y vivir en Edimburgo es ir al teatro. No sólo Royal Mile se convierte en un gigantesco escenario; también cada pub y cada café se transforman en camerinos o salas de prensa. Me dejé encantar por todos esos cuerpos leves que no se desplazan si no es con un libro bajo el brazo y, como ellos, me sentaba junto a un té a escribir en mi cuaderno. Yo también fui parte del festival, una chica más con una libreta.
Y, entre otros lugares, quise escribir en The Elephant House, claro. Hubiera querido escribir allí como (dicen) lo hizo J. K. Rowling; yo, llevada por el fetichismo, hice lo imposible para sentarme. Estaba atestado de turistas japoneses y permanecí allí los 20 minutos que tardé en beber el chocolate.
Quiero imaginar que el ambiente era distinto cuando Rowling se sentaba allí y se le pasaba la tarde entre tazas de café, tranquilizar a los niños y pelear con la novela épica que se le había colado en la cabeza. Ignoro si, como ella asegura, imaginó los siete libros desde el principio; lo cierto es que ya en la primera página hay elementos clásicos y característicos del mito que luego será confirmado y consumado a lo largo de la saga. Harry Potter es, por supuesto, un héroe: oscuros orígenes, una marca o estigma (la cicatriz) que le diferencia y aparta del resto de los hombres. Como los verdaderos héroes, lo es porque ese es su destino, aunque quizá Harry Potter sea especialmente inconsciente de este aspecto de su existencia. Si tanto los héroes románticos como los trágicos - a los que, en último término, se remiten todos los héroes - cumplen con su destino, para Harry Potter la fatalidad es tan potente que el héroe resulta en ocasiones pusilánime. Por eso, y por llevar la contraria, supongo, a llegarme la adolescencia me pasé al lado de los antagonistas: Draco Malfoy, quien en el libro sexto es sometido a una verdadera prueba de valor; Fëanor, que en El Silmarillion osa desafiar a los Valar, o directamente perdedores como Philip Marlowe o Rieux, en La peste. Personajes que dudan, que eligen. Sin duda, de haber seguido Dragonball, me hubiera quedado con Vegeta.
En esta actitud tan escéptica respecto al Héroe con mayúsculas comencé a leer la revisión de la Iliada realizada por Alessandro Baricco. ¿Querías héroes? Aquiles, Héctor, Ulises, Agamenón, Menelao, Diomedes, Sarpedón, Patroclo. ¿Querías pruebas? La guerra. ¿Querías destino? La muerte. Sin embargo, las desventuras de estos héroes me fascinaron de nuevo. Leí (¿o tal vez escuché?) Homero, Ilíada con admiración, congoja y simpatía, no con la mezcla de indiferencia y decepción que me provocan los Harry Potter o Frodo o incluso, en menor medida, los héroes románticos encerrados en su laberinto. Suelo escoger, entre todos los personajes de un relato, a un favorito, y entre todos los guerreros aqueos o troyanos no sé a cuál de ellos preferir. El orgullo de Aquiles. La sagacidad de Ulises, el arrojo de Menelao, el temple de Héctor.
¿Qué separa a los héroes griegos de los de la novela fantástica? Probablemente, dos mil años de cristianismo que han degradado la pugna por Helena de Argos a mero martirologio, esto es, el compromiso con una causa a resignación o sentimiento de culpa. Todos los héroes de Homero saben de la atrocidad que están cometiendo, y lo hacen a plena responsabilidad, sin echar sobre los hombros de los dioses los muertos que han causado. No son sacerdotes de un bien superior. Son, simplemente, hombres que han decidido jugarse la vida. Sí que nombran una causa - ni más ni menos que la justicia -, una causa que existe y por la que, el héroe es consciente, ha de sacrificarse. Pero esto no es una promesa con lo sobrenatural. Esto es la vida misma.
Y es que en la Ilíada, al contrario que en las sagas posteriores, las condiciones de héroe y hombre van juntas. Paris, se lamenta su padre Príamo varias veces, es un niño. Paris, el único raptor de Helena, es incapaz de salir al campo de batalla y asumir así las consecuencias de sus actos. Paris se llevó a Helena porque había hecho un trato con la esposa Afrodita, pero esta excusa nos deja indiferentes a Príamo y a los espectadores de la tragedia. La autoridad divina no alivia la responsabilidad de Paris: es él, me repito, quien se llevó a Helena.
Sin embargo, su indignidad no radica en robarle la esposa a un rey (dejamos a un lado un posible análisis feminista del papel de la interesada en todo este embrollo), sino en desentenderse de la guerra a la que el adulterio ha dado lugar. De comportarse como un hombre casado, defendería a su mujer, familia y patria de los ataques aqueos, pero parece más bien un adolescente que invocara los ardores libidinosos como motivo de su conducta. Paris conserva los privilegios de hijo y marido y rechaza llevar a cabo cualquiera de sus deberes.
Al contrario que Aquiles o Héctor, quienes consuman sus compromisos, que asumen su destino y que precisamente por esa aceptación se convierten en héroes, Paris rehúye su condición de hijo y de marido. Atenazado por el miedo, sus pasos vagan por Troya. Príamo se avergüenza de él, así como Helena. Al ignorar sus obligaciones, Paris no es un verdadero heredero ni un verdadero amante; parece olvidar que fue él el primer actor de la tragedia. Diríase que no actuó nunca, diríase que él nunca se acostó con Helena. Paris preferiría estar sólo de paso... Pero no es así.
No es así. A diferencia de Paris, los héroes saben que su deber es arriesgar la vida, y escogen cumplir con él. Los héroes son héroes porque eligen serlo, como Rieux elige amar o Marlowe elige perder. Escogen el sacrificio por la causa: lo fascinante de un héroe es que es la vida lo que pone en juego. Es un riesgo que nos abruma. Aun así, la fascinación que ejercen sobre nosotros es demasiado brutal como para que sea algo lejano, sobrehumano. Si nos sentimos conmovidos por la valentía del héroe es porque, en nuestro fuero interno, sabemos que la única manera de vivir - de vivir plenamente - es con el mismo arrojo. Mal que nos pese, somos responsables de lo que hacemos y, cosa más inabarcable aún, de lo que somos. No hablo ya de hombres que pelean o de hijos que deshonran a sus padres. Somos y hacemos, y esa interacción simple con el exterior conlleva una responsabilidad que no podemos eludir so pena de vivir en minúsculas, como Paris errante en su patria arrasada.
Seamos sinceros: queremos ser Héctor o Aquiles o Ulises, por mucha humildad que nos hayan predicado (humildad que, dicho sea de paso, domestica e infantiliza). Puesto que es eso lo que de verdad queremos, debemos actuar como ellos, ser como ellos, no acobardarnos ante una muerte que no vamos a evitar. Esta certeza es dolorosa, tanto, que siempre tenemos la tentación de olvidarla, y confundimos consuelo con huida cuando, en realidad, lo que anhelamos es Vivir. Y para ello tenemos que aceptar que somos héroes y hombres.

viernes, 6 de agosto de 2010

Peregrinación (y II): la fe

Ya dije una vez que aquellos que nos dedicamos al estudio de idiomas extranjeros tenemos algo de escapistas. Con el vocabulario y la gramática nuevos se adquiere el pasaporte para conocer otro país y no hacerlo del todo como visitante. Se adquiere el derecho a la integración (en muchos casos, también desde el punto de vista legal). Aquellos a quienes la necesidad no obliga a aprender una lengua determinada elegimos fonética, cultura y lugar de destino; a veces, como es mi caso, la razones de la elección son sentimentales y viajar a la tierra de donde procede el idioma se convierte en una paregrinación. Una de las etiquetas de este blog es, simplemente, Alemania.
¿Por qué? La respuesta más corta y simple que se he podido formular es que en la historia alemana se encuentra lo mejor (la filosofía más crítica, de Kant a Habermas, pasando por Nietzsche y Marx; la literatura más desgarrada, de Goethe a Jelinek, pasando por Hesse; la industria más sólida, el Estado social más consciente) y lo peor (el nazismo y Auschwitz, juntos y separados, desde 1919 hasta 1945) de la cultura occidental. Es un país que aún respira el espíritu de Lutero y al mismo tiempo fue cuna del movimiento nudista; la tradición libertaria es tal, que Sally Bowles, en Cabaret, prefiere Berlín a la soñada América. Una cultura en la que el puritanismo abre paso a las vanguardias, artísticas y sociales. Un idioma que, partiendo de lexemas monosilábicos, permite su síntesis infinita en conceptos cada vez más complejos y aun así simples, pues son referidos mediante una sola palabra la cual, a su vez, es infinitamente analizable: un idioma que se desarrolla con el pensamiento de sus hablantes.
Sin embargo, este puñado de razones intelectuales no basta para explicar la fascinación vital, el anhelo de vivir en ese país a pesar de conocerlo, como quien dice, sólo de oídas. ¿Por qué?, le pregunté a M., mi compañera de habitación, brasileña ella, en Dresde. Ella también quiere irse a Alemania, y no por salir de Brasil. M. se encogió de hombros y dijo que nunca conseguía explicarlo, ni siquiera ante sí misma. Estábamos sentadas en un restaurante grande, decorado en tonos amarillos. La disposición de las mesas y unos sofás sabiamente distribuidos aseguraba la tranquilidad de los comensales y evitaba la sensación de abigarramiento; el personal, atento y discreto, nos dio a escoger entre interior o terraza, palabras que, por ceirto, pronuncié mal y que el camarero me corrigió sin perder discreción. ¿Café o cena? Café. En realidad, sólo queríamos tomar un trozo de tarta. Buscábamos una panadería casera, una de tantas, y aparecimos en un local con vistas sobre el Elba y el perfil de la ciudad. Una pareja cenaba con sus hijos (ellos, camisa clara y ellas, tacón); otros bebían vino. El entorno perfecto y exquisito para una pasión profunda: una novela de Thomas Mann. M. y yo, dos estudiantes, nos reímos mucho (en voz baja, para no llamar la atención) porque nos sentíamos bastante fuera de lugar. Procurábamos que la cucharilla no resonara al chocar contra el plato. Pensé que, tal vez, parte de la fascinación por Alemania sea también complejo de inferioridad. ¡Absurdo! El escalofrío que siento yo lo sienten muchos al caminar bajo el sol de La Mancha y acordarse de Cervantes, o al oír una guitarra al doblar las calles encaladas de Andalucía, o frente a la naturaleza intacta, ojalá, del Amazonas. M. o yo tantos motivos para caer rendidas ante Alemania como ante cualquiera de nuestras patrias. Desear Alemania no es la conclusión necesaria de un razonamiento cuidadoso, aunque tampoco parece que la elección sea fruto del azar. La respuesta que apunté al principio es, por supuesto, a posteriori; con todo, es innegable que algo de eso hay. Aun siendo responsable ese mundo cultural de gran parte de mi educación sentimental, me resisto a creer que la firme voluntad de vivir un tiempo allí se ancla únicamente en "lo intelectual", pues, como sabemos, la vida es algo muy distinto. La vida la tenemos, M. y yo, en nuestro país: nuestros amigos, la Universidad, el mundo laboral, incluso la temperatura y la luz. ¿Por qué quiero, al menos durante un tiempo, dejar todo eso y marcharme? ¿Acaso creo que será mejor? En el fondo, supongo que eso es lo que creo, y sin embargo no tengo ninguna razón para ello. ¿Por qué desear cambiar una vida buena por otra desconocida?
Al final, la única manera de averiguarlo es, cómo no, hacerlo. Vivir en Alemania.

sábado, 31 de julio de 2010

Peregrinación (I): en busca de la Historia

Aterricé hace casi 48 horas en el aeropuerto de Madrid-Barajas en un vuelo con parada en Múnich y procedente de Dresde, donde he vivido durante el último mes. 24 días yendo a clase de alemán, hablando con la gente en alemán, haciendo la compra en alemán, comiendo en alemán, paseando por las calles en alemán, esquivando bicis alemanas, visitando museos en alemán, cruzándome con alemanes, escudriñando cada detalle de la vida cotidiana que hiciera diferente Alemania de otro rincón cualquiera de Europa. Tras 24 días de vivir en Alemania, sueño largamente acariciado, lo que me queda es la voluntad de volver.
Dresde se encuentra en la región alemania de Sajonia, cerca ya de Bohemia y Silesia. Recurro a la nomenclatura de los tiempos del Kaiser porque, aun siendo Dresde inequívocamente alemana, posee rasgos que la acercan a Europa Oriental. Estoy pensando, concretamente, en la forma de vestir. La ropa es sencilla, austera; el capricho estético se manifiesta en un recogido elaborado. No se combinan los colores: la elegancia es monocromática, si es que cabe hablar de elegancia. Las formas son sueltas sin ser mojigatas, como si la ropa careciera de capacidad expresiva, como si la única función de las prendas fuera cubrir el cuerpo de la manera más simple posible. Podemos recordar que Sajonia fue la cuna de la Reforma y del rechazo a las pretensiones estéticas latinas, pero yo diría mejor que hace tan sólo 21 años que cayó el muro. Y es que en Alemania el dinero se dedica a otra cosa que los trapitos.
En Alemania, el dinero se dedica a la reconstrucción. No importa que el casco antiguo se pulverizara bajo los bombardeos ingleses, no importa que los escombros se extendieran por la llana Sajonia hasta donde alcanza la vista: hoy por hoy, Frauenkirche, Semperoper, Zwinger y catedral se levantan a orillas del Elba sólidos, magníficos, como si nunca hubiera sido de otro modo. Dresde es bella. Demasiado señorial para mi gusto, pero es bella. Edificios enormes flanquean calles anchísimas, y se respira una paz sólo rota por la conciencia de la Historia. Me es difícil, en Alemania, olvidar la Historia con mayúsculas. Cada construcción ha participado en ella de algún modo, y no es ningún secreto. Abundan placas y esculturas conmemorativas, nombres de plazas y calles, en un ejercicio de responsabilidad que demuestra que la memoria no es sinónimo de resentimiento. Quizá deberíamos tomar nota.
Por otro lado, algunos visitantes somos propensos a ver toda la película del siglo XX en cuanto ponemos un pie en tierra centroeuropea y, poseídos por la emoción, nos lanzamos a los mercadillos de segunda mano (Flohmärkte) con la esperanza de encontrar alguna reliquia, algún testigo material de los años 20, 30, 40, 50, 60. Por supuesto, nuestra esperanza se ve realizada. En los mercados de Dresde y Berlín es posible encontrar todo tipo de cacharrería de la época comunista, desde teléfonos y cámaras fotográficas hasta ropa, insignias o cuentos ilustrados (es costumbre en Alemania guardarlo todo, y gracias a ello los museos son una total inmersión en la vida cotidiana de la época). Al principio, contemplas emocionado esos objetos que tanto han vivido. Y luego... Luego recuerdas que tu patria también tiene historia, y que el teléfono de la casa de tu abuela ha visto unos años 60 y Transición y un 23-F, y que, ciertamente, no lo vas a conservar. Los alemanes están deseosos de desembarazarse de todos los trastos comunistas, y los turistas no disponen sólo de los Flohmärkte sino de toda una industria de la nostalgia que, entre bromas y veras, homenajea la RDA. ¿Quién la echa de menos? Visité un museo sobre la vida cotidiana en la RDA y, al entrar en una estancia que recreaba un salón de los años 70, recordé el film La vida de los otros e imaginé los micrófonos colocados bajo la mesa y detrás del aparador. Encontré paz en las calles de Dresde. En las bicicletas, en las parejas jóvenes que pasean con bebés, en las familias que se reúnen para hacer picnic en el parque los domingos, en la chica que a las 12 de la noche se sube sola al tranvía para volver a casa, en los mochileros que se quitan las sandalias para refrescarse en las fuentes de Albertplatz, en el vagabundo que recoge las botellas abandonadas para reciclarlas y ganarse el Pfand (dinero que te dan si llevas la botella a un contenedor especial), hallé seguridad y estabilidad, confianza y libertad que sin duda no proporciona un estado totalitario que espía a sus ciudadanos. Y por eso terminé boicoteando los "recuerdos" de hace más de treinta años.

domingo, 13 de junio de 2010

Intermedio: saber mentir

Sí, estoy estudiando. Bastante. Llevo tres semanas inmersa en un mundo de místicos famélicos y clérigos orondos, todos con elevadísimas preocupaciones. A veces, pocas, se me ocurre una idea, y anoto en el cuaderno una frase suelta. No tengo tiempo para desarrollarla, me digo, y sigo estudiando.
Excepto hoy, día en el que, vaya usted a saber por qué, he abierto el cuaderno y he plantado un par de párrafos. Un respiro entre examen y examen, al hilo esta vez de ciertas conversaciones sobre literatura: construir un relato, conocer a los personajes... Cosas de universitarios culturetas. Y esto es lo que hay.

El inconveniente de observar al ser humano a través de las novelas es que uno se acostumbra a que las cosas ocurran en razón de la justicia poética. El destino de los personajes se ajusta a nuestros deseos inconscientes. El lector fanático infiere, por supuesto erróneamente, que su propia existencia obedece la misma regla sin contemplar la mala suerte o el capricho, cuando son éstas las pautas que con mayor frecuencia encontramos en lo que sucede a nuestro alrededor.
Por eso mismo, el escritor honesto aprende su oficio mirando a la gente tan bien o mejor que leyendo a los maestros. Es preciso que se aleje de la engañosa exactitud de la literatura para que intuya la naturaleza humana. Sin embargo, para mostrarnos lo que ha aprendido tendrá que adoptar algunos manierismos y extirpar de su historia aquellos elementos caóticos. En una buena novela, cada acontecimiento cumple su papel en el desarrollo y significado de la historia; al contrario que en el mundo real, todo pasa por y para algo. Tendrá, pues, que separar la paja del grano. La paja, en efecto, es lo que no responde a la trama, es decir: el capricho y la mala suerte, que desaparecen del texto en aras de la perfección, ya no sólo estilística, sino también moral. El autor tiene la responsabilidad ética de contar la verdad, pero nosotros sólo somos capaces de distinguirla en una narración estructurada donde el azar no provoque distracción ni trastorno. Es así como el cuento se sirve de la mentira para acercarse a la verdad, como sentenció Picasso, y no es sólo un juego de palabras. La paradoja permanece irresuelta.
Quizás alguien recuerde un libro, un relato, en el que viera reflejado el azar como fuerza primordial en nuestra existencia. A pesar de la disciplina dramática, la historia sucede porque sí, como la vida misma. ¿Es una paradoja o un milagro? ¿Se puede rebasar la barrera del lenguaje y decir, nada más y nada menos, lo que nos pasa cada día?

lunes, 24 de mayo de 2010

lunes, 17 de mayo de 2010

Días suizos (y II)

Como iba diciendo, viajé a Winterthur (Suiza) con el fin de visitar a E., buena amiga y futura compañera de piso. Llegué a Basilea a mediodía, bajo un cielo con nubes y un viento fresco que hizo que me ciñera bien el abrigo. ¡Centroeuropa, por fin! Mi plan era coger un autobús hasta la estación de tren de Basilea, y allí tomar el primer tren hacia Zürich, donde por fin me reuniría con E. No tuve que esperar mucho tiempo. Ya conocéis a los suizos.
Subí al autobús junto a un grupo de franceses ruidosos y me senté en ventanilla para dejarme abstraer por el paisaje. Atravesábamos un valle verde e industrializado, y no es una contradicción, pues las fábricas eran tan pulcras e impecables como la educación de los nativos y ni siquiera expulsaban humo. Poco a poco fuimos entrando en la ciudad, una ciudad de chalets cerrados en los que parecía no vivir nadie salvo que algún guapo rubio saliera de una de las puertas, montara en su bici y marchara quién sabe con qué destino. Siempre me ha gustado elucubrar sobre vidas ajenas.
Me bajé en Basel Hauptbahnhof. Ésta es, cómo no, amplia y de líneas regulares, estable: una arquitectura regular que acoge el ajetreo de mochileros y ejecutivos. Tampoco tardé en localizar la vía y sector que me correspondían, y me entretuve en observar a los viajeros. Abundaban los jóvenes, jóvenes como yo, acompañados por una simple mochila, de paso en cualquier lugar. Hay algo de místico en viajar solo, y las rutinas que uno adquiere (sostener un libro marcando la página con el dedo, sacar la libreta al tomar asiento, llevar siempre una manzana por si acaso) revisten cierta trascendencia. Aquel día yo guardé el libro en la mochila y agarré la moleskine: preveía que me iba a hacer mucha más falta.
Subí al tren y en pocos minutos nos habíamos adentrado en la campiña suiza. Casitas de tejados picudos, hierba, hierba, los Alpes apenas esbozados, un silencio opaco en el vagón muy distinto a la característica algarabía española. Un silencio que parecía dominar también en el exterior, un silencio histórico que se extendía por el campo y las ciudades y por todo el país. En Suiza se habla con los labios, sin emitir sonidos; incluso las vacas ("¡vacas!", anoté alborozada en la libreta) respetan esta especie de pacto.
Comenzaba a fantasear con los posibles significados del silencio cuando, en Aarau, apareció el anciano. Era un hombre alto, de unos setenta y cinco años, pero con porte aún gallardo. Alto, de caminar firme, vestía una chaqueta de lana a cuadros verdes y negros y una boina azul; tenía aspecto de saber cazar faisanes. Con sus ojos azules de haber visto el año 39 y el 45, inclinándose hacia mí, me preguntó si estaba libre el asiento de enfrente. "Ja", musité, embobada. El anciano se sentó y colocó a su lado una maleta negra, de cartón-piedra y cierres dorados, con el tamaño justo para llevar los documentos necesarios para una transacción, o el dinero obtenido en una operación bancaria, y también el tamaño justo para meter en la maleta una muda, el joyero, las cartas de la familia y marchar deprisa lejos de tu trabajo y tu casa. Era la maleta cualquiera de cualquier Kafka oficinista, o la maleta poderosa del primer banquero; pero era desde luego la maleta de la huida y el exilio de una Europa cruzada por trenes que van y no vuelven. La maleta de la chica judía, del campesino eslavo, del españolito de a pie, del cineasta austriaco, del homosexual berlinés, del disidente ruso: el siglo XX desfiló entero ante mis ojos a través de la maleta.
Y allí estaba yo, con una muda, un collar y la libreta en la mochila, por fin en Centroeuropa, como tantos veinteañeros. (Casi) todos mis amigos han conseguido una beca Erasmus para el curso próximo, la escapada ventajosa en esta Europa reconstruida, por lo que el Viaje es ahora mismo un concepto amplio, sugerente, pleno de connotaciones. Algunos de ellos abandonan su casa por primera vez; otros se van junto a quienes ya les acompañan desde hace años. Hay quien hace planes minuciosos y sueña con la ciudad de destino, hay quien espera a llegar allí para darse cuenta de que se ha ido. Unos escogieron el lugar por idioma, otros por afición, alguno por descarte. Cambiar de aires es la versión afortunada del exilio.
Así que volveré más de una vez a colocarme la mochila y coger un tren, como aquellos días en Winterthur en los que E. me enseñaba Zürich y la vida en la residencia Maximus, o como cuando, en Lyon, J.C. me llevó a los traboules y me subió pain au chocolat para desayunar. Da vértigo dejar Madrid y los amigos, casi tanto como verles marchar, con la incertidumbre de lo que nos queda por encontrar. No es insignificante la distancia: no es lo mismo el café de los martes que un email a la semana o la imagen pixelada del Skype. Aun así, Europa sigue cruzada por trenes y aeropuertos. Las excursiones con E., las (breves o largas) conversaciones nocturnas, las cenas con los extranjeros en Winterthur, las interminables digresiones con J.C. y J.L. en Lyon prueban lo afortunado del exilio: compañeros, el año que viene tendremos un hogar en cada rincón de Europa.

O Freunde...

sábado, 1 de mayo de 2010

Días suizos (I)

Y digo días porque, a la postre, mi estancia allí resultó durar casi una semana. Volé a Basilea con la presteza adecuada para adelantarme a la nube de ceniza, pero con el suficiente tino como para que ésta impidiera mi regreso y mis padres tuvieran que apañarme un vuelo Zürich-Madrid cuya vuelta, ay, se perdió.
Así que sí, estuve cinco días en Winterthur, perteneciente a uno de los cantones germanófonos. ¿O debería decir germanógrafos? Aunque el lenguaje escrito es sin duda alemán, no se puede decir lo mismo del lenguaje hablado, una variedad rústica de erres hiperruladas y consonantes guturales por la que un estudiante de alemán se siente traicionado. ¿No hablaban alemán en Suiza? No. Según me explicó nuestra mujer en los Alpes, E., la población helvética tiene sentimientos contradictorios hacia esta lengua: por un lado es su idioma materno, el dialecto de sus padres, las palabras con las que aprendieron a jugar y a hacer lo correcto; por otro, es el hermano feo del alemán estándar, incomprensible para el junker prusiano y para el intelectual vienés, siempre con un aire provinciano que mortifica a sus hablantes.
Una lengua nunca se aprende aislada. Una lengua lleva consigo la guerra, el hambre, los días de sol y los días de lluvia, los mitos del pueblo que la ha empleado para realizar su vida. Tal y como comenté con E., los proverbios alemanes hacen referencia a ruedas y motores; el inglés es pródigo en metáforas de pesca y, en fin, la sabiduría popular española se funda en refranes sobre comida y la falta de ella. Un pueblo de pequeños terratenientes y hacedores de relojes cuyo mayor orgullo es la neutralidad o la indiferencia no puede utilizar los mismos vocablos que la desgarrada Alemania del 1919 o la misma Alemania, fanatizada y depredadora, de 1933. La inquietante pax helvetica desmerece del drama centroeuropeo. Del mismo modo, es notable que el mayor escritor al que Zürich rinde homenaje es James Joyce, quien no era suizo ni escribía en alemán (en qué idioma escribía, es discutible); en cuanto al Cabaret Voltaire, a quién le importa esa panda de desharrapados, parecen pensar los educados suizos.
Quizá venga de ahí el sentimiento de inferioridad. Porque una lengua no se aprende aislada, precisamente, al construir una frase en alemán buscamos a Nietzsche, a Rilke, el porqué del siglo XX o la vida nocturna de Berlín. Quizás aquellos que nos dedicamos a las lenguas extranjeras tengamos algo de escapistas, y con el dominio de otro idioma pretendamos también la posibilidad de un mundo alternativo en el que las cosas, al llamarse de otra manera, se revelen distintas o impensadas. Sin embargo, en Suiza lo más revolucionario es el chocolate con guindilla. Como lugar donde aprender alemán, es siempre la tercera y última opción, y los suizos (estables, regulares, equidistantes y exquisitos) lo saben. Por eso, en Suiza, nadie habla alemán.

domingo, 11 de abril de 2010

Reflexiones metropolitanas al ver a la gente pasar

Por fin hace sol en Madrid. Por fin las sombrillas de las terrazas no sirven para resguardarse de la lluvia. Por fin puedo prescindir de las botas de piel sin que se me congelen los dedos de los pies. Por fin he encontrado las gafas de sol. Por fin se nos ha quitado el mudo gesto de desconcierto ante la tristeza, inexplicable, de las tardes de noviembre. Por fin se vacían las aulas: en el parque del Paraninfo, entre Filosofía y Biología, nos han crecido unos estudiantes provistos de cerveza, amor y cariocas. Por fin las calles de Madrid pueden calmar al más nervioso, ya que (por fin) se ha marchado el viento afilado que siempre se hace eco de nuestras paranoias. Por fin se puede pasear.
Como veis, en Ciudad Universitaria no tenemos ni trabajadores ni parados. Se trata de un barrio residencial sin niños, sin abuelos, de población inigualablemente homogénea cuyos ejemplares son difíciles de distinguir unos de otros. Chiquitas de largos cabellos y finas piernas, mozos bien plantados con un polo blanco (o rosa, los más atrevidos) de marca. Vivimos en un paraíso inventado y reinventado durante dos mil años por nuestros abuelos los griegos y nuestros padres los monjes: un lugar donde los jóvenes aprenden y experimentan, estudiando y entablando amistades estimulantes a nivel intelectual y emocional. Aquí nunca pasa nada, por lo que tenemos la sensación de que pasa todo. Cenar con un poeta o un político es comulgar con la trascendencia hacia la que, a paso lento pero seguro, nos encaminamos. Somos el sueño de la razón.
Y precisamente desde este templo del saber oís vosotros nuestras voces. ¡Las voces de los jóvenes, las voces del futuro! Lo tenemos todo. No hay nada que nos estorbe; elegimos todos y cada uno de nuestros problemas. Miramos a mayo del 68 para repetir sus consignas en las manifestaciones contra Bolonia, nos vanagloriamos de nuestra liberta. Pertenecemos a la generación que ha recibido como don de nacimiento un país roto, pero remendado con cuidado y tesón. Tenemos el derecho de expresarnos, quién lo duda, y así lo hacemos. Vaya que sí. Comprobadlo vosotros mismos.

"No nos cabe en la cabeza que los colegios mayores sean mixtos"
Agresión al rector de la Complutense, Carlos Berzosa

Al menos brilla el sol en Madrid y he conseguido escribir unas líneas. Como hace buen tiempo, saldremos a comer al patio, y alguien dirá algo divertido y algunos, animados por el solecito, jugarán al baloncesto mientras otros nos sacamos un libro. Dentro de unos meses, yo ya no estaré aquí y tendré que cuidar de mí misma, pero cada primavera recordaré que el tiempo está para vivirlo con honestidad y sin remilgos, y creo que eso es precisamente lo que he aprendido aquí, en Ciudad Universitaria.

jueves, 25 de febrero de 2010

Hastío y evasión

Hoy es uno de esos días en los que me quiero comer el mundo y el tiempo no acompaña. El cine es caro, los bares están lejos, llevo todo el día fuera de casa y no me apetece abrir un libro, he intentado por enésima vez utilizar el megaupload para atiborrarme a series y no funciona, Sonia ha vuelto a poner espaguetis a la boloñesa y no ha estado inspirada con la ensalada. ¡Horror! Vaya, me he dicho mientras subía la cuesta de Ramiro de Maeztu, volviendo de la facultad, vaya, parece que tengo ganas de sentarme a escribir. Pero no es tan fácil, no... Porque si me da pereza sumergirme en el relato maravilloso de Dickens, qué me dará el desenvolvérmelas con personajes desconocidos e intrascendentes como aquellos que trato de imaginar. Así que tampoco hoy es día de trabajar.
Bueno, vale, trabajaré un poquito. Una entradita para David Lynch, va, que ya van quince días desde que vi Mulholland Drive y casi tres semanas desde Terciopelo Azul. Venga, aunque la octavilla de la Filmoteca diga que el lenguaje de Mr. Lynch es irreductible a la literatura, puramente cinematográfico, y sus historias indiscernibles de la película que las cuenta. Que no se diga que no se puede hablar del cine de David Lynch.
¿Qué me gusta de estas dos películas de Lynch? La fascinación que ejercen sobre mí. Las imágenes pueden ser horrendas, turbadoras, excesivas, pero no apartaré jamás los ojos de la pantalla: no importa lo que esté ocurriendo (lo que se le esté ocurriendo a Mr Lynch) que yo preferiré seguirlo a volver al mundo de los vivos. Lynch es un experto en esta clase de dilemas. En Terciopelo Azul, Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan antes de pervertirse en Sex and the City) es obligado a elegir entre la realidad más artificiosa y su reverso, un submundo de brutalidad y decadencia que es también descaradamente estético. De día vemos a los guapos adolescentes, el color pastel del batido de fresa; de noche, la decadencia del terciopelo, el rojo de los labios de Isabella Rossellini, el sexo simple y retorcido de Frank Booth. Jeffrey es feliz al compaginar la rubia frescura de Sandy Williams (Laura Dern, supongo que llamada Sandy por aquella otra Sandy de 1978) con la mirada enturbiada de Dorothy Vallens. Durante toda la película Jeffrey parece jugar, pero nada más lejos de la verdad porque para él todo es real. Al elegir (igual que nosotros elegimos acabar la película y retomar nuestra particular rutina), se escapa de una buena, pero Lynch sabe lo que se está perdiendo. Si pudiera, Lynch se quedaría con el terciopelo azul y filmaría eternamente una película inacabada.
Su cinefilia (su adicción) llega al paroxismo en Mulholland Drive. En Terciopelo Azul violaba sistemáticamente los códigos hollywoodenses, como si un Buñuel tuerto mirara el cine negro, las películas de instituto y el melodrama (disculpas por el retruécano, era demasiado fácil). En Mulholland Drive la apropiación es explícita y la ambigüedad entre realidad y ficción, cine y sueño es aún más radical. Ya no es un subtexto, sino la materia misma de la historia. No quisiera discutir ahora la verdadera identidad de Diane Selwyn (¿Naomi Watts?) ni conjeturar sobre el orden de las piezas del guión. La película impacta porque construye sus propias reglas, unas reglas asombrosamente fatales, si bien distintas de las que imperan al otro lado de la pantalla. Sentimos que el desconcierto de Diane Selwyn es el nuestro, claro: pero también compartimos su desamparo. Ella, en un mundo tan alucinado, padece ira y amor y está sujeta a un Destino de la misma manera que nosotros, zarandeados por una vida que no por tangible es menos inescrutable. Es posible que el mundo de Lynch sea lisérgico, sí. El mérito está en que sus viajes tienen tanta coherencia como nuestras desventuras. Lo demás es estética.
(Pero ésa es otra historia.)

martes, 2 de febrero de 2010

Mi evangelio pop

Todos los años llega el día en el que rebuscas en la estantería o en el iPod y, sin mucha intención, eliges un disco de los Beatles. Siempre has sabido que eran buenos, que son buenos, pero, ¡psé!, como que los recordabas un poco sosos. Demasiado pop. Y es entonces cuando una canción, una que te había pasado desapercibida u otra cuyos acordes habías olvidado, te encaja. Surge de los auriculares y se enreda en tus pensamientos, en tus sueños, incluso dirías que la calle se mueve al ritmo de la música. La música se desliza de tal manera en la realidad que parece que es su causa, o su explicación, y entonces aprecias a los viejos John, George, Paul y Ringo como si fueran las personas más sabias del mundo.
Esta vez me ha tocado redescubrir All You Need Is Love. Reconozco que pertenece al grupo de las famosas, ésas que aparecen en el disco de números uno, y que eso le quita encanto. Para colmo, el título es tan relamido que es imposible citarlo sin superar cierto escrúpulo moral o excusarlo de alguna forma: eran los 60, los hippies, el marketing, lo que importa es la música...
A los diez años, cuando escuché la pieza por primera vez, el titulillo me pareció una soberana ridiculez, porque el amor, en la infancia, es una palabra sin significado. O bien lo disfrutas y es obvio, o bien te lo niegan y es irreal. Me quedé con las sorprendentes trompetas, tan ufanas con su proclama ética de amor universal. Años después, cuando llegaron la adolescencia y los chicos y el amor pasó a ser un concepto discutible y (sobre todo) un objeto de deseo, la canción se me antojaba una mala broma. El estribillo se repetía en mi cerebro con la obstinación de las verdades dolorosas, las trompetas representaban las risas de los amantes afortunados.
Por suerte, soy menos melodramática hoy que entonces, y ya no imagino conspiraciones detrás de una frase que, probablemente, se le ocurrió a alguien en un submarino (y no precisamente de guerra). La he cantado con amigos cambiando ciertas palabras por otras, la he puesto a todo volumen mientras me duchaba, en fin, la he sometido al mismo proceso de degradación que a toda la música que me gusta. Y, por fin, el otro día, se me ocurrió una idea que vengaba todos mis sufrimientos de quinceañera. ¿Y si lo que necesitas no es ser amado, sino amar? Amar en el sentido honesto del término, esto es, la experiencia de un sentimiento verdadero de generosidad y entrega, exige un grado de madurez que no todos tenemos. Es fácil confundir el amor con posesión o con necesidad, arrimándolo a metáforas económicas que empobrecen una emoción: al cargar el significado de "amor" en su elemento de apego a la segunda persona, despreciamos otros aspectos. Necesidad o posesión (aún más) remiten a una relación de poder. Y eso ya lo criticamos el otro día, así que no me voy a repetir. Necesidad y posesión son más sensaciones que sentimientos completos, y el amor... El amor merecería ir acompañado de la capacidad de conocer y perdonar. Necesitamos amar como superación de la mezquindad a la que nos vamos acostumbrando. Y eso se aprende, ¿o se recibe? ¿Qué dices tú, San Agustin?

lunes, 18 de enero de 2010

El poder del amor

Yo quería ir al cine el viernes pasado, pero una estudiante tiene que ahorrar y además, bien lo sabemos, en enero no sobra precisamente el tiempo. Yo quería ver la recién estrenada La cinta blanca, de Michael Haneke (de la que ya tocará hablar), así que me fui a la biblioteca y saqué La pianista para calmar mi gula por historias turbulentas que se esconden tras imperturbables imágenes.
No la había visto, pero sí que leí el libro de Elfriede Jelinek, y por eso no me sorprendieron demasiado los “platos fuertes” de la película, ya sabéis, el peep-show, las cuchillas, el vaso roto, en fin. Muy buena adaptación, por cierto. No sé si Jelinek se pronunció sobre el film; a mi juicio, el estilo seco de su prosa se refleja muy bien en la manera de narrar de Haneke, y el espíritu más amargo que irónico se respira igual en ambas obras. Cruel Austria, qué sucederá en sus casas para que se quejen tanto sus hijos…
Volviendo a la patética historia de Erika Kohut, decía que recordaba tanto su represión como su masoquismo. También recordaba a la madre castradora y al bello y finalmente tarado Walter Klemmer. Erika Kohut inspira lástima, una lástima que de puro triste hace daño a su acreedor. Erika Kohut no puede ser una mujer porque su madre, que la trata alternativamente de niña y abuela (dos papeles pasivos por definición), se lo impide. Pero tampoco Walter Klemmer le permite esa mínima autonomía que, para ella, significan las fantasías masoquistas. Oh, no, argüirán los ortodoxos compasivos, Klemmer no consiente tales prácticas por patológicas: ¡en realidad rechaza a Erika y su doloroso mundo por el propio bien de ella!
Este punto de vista me parece interesante. Es obvio que Haneke y Jelinek lanzan un escupitajo ensangrentado a la arrugada cara de la represión, tan vieja y amargada. Sin embargo, ahí está Walter Klemmer, bienintencionado, dispuesto a amar a Erika. Hay un primer acercamiento sexual, malsano, en los baños del conservatorio. Hay un segundo en clase, y está claro que ella es la desequilibrada. Hay un tercero en la habitación sellada de Erika, tras el cual, Klemmer, horrorizado, se marcha jurando no querer saber nada más de ella. Erika no quiere las ternezas de Walter, sino que tiene muy clara su elección; aun así, se ha ilusionado con el guapo jovencito y su marcha le hiere.
Pero Walter Klemmer vuelve. Acusa a Erika de contagiarle su perversidad, porque se ha descubierto a sí mismo borracho masturbándose bajo la ventana de su profesora de piano. Klemmer se comporta como el hombre de la casa: golpea a Erika hasta hacerla sangrar, encierra a la madre, pide un vaso de agua y, finalmente, tumba a Erika sobre el suelo y… ¿Cómo decirlo? ¿Le hace el amor? ¿Se la tira? ¿Qué fórmula describe adecuadamente el acto de poder del biempensante Klemmer? Erika permanece quieta, sometida a una violencia que no ha elegido, obligada a recibir algo que no quiere. Klemmer ejecuta el coito tradicional y, ahora sí, se va. Tras todo el amor, todas las caricias, todas las zalamerías que derrochaba en el primer acto de la película, sólo estaba la firme determinación del cachorro por echar un polvo.
La crítica, dolida y despiadada, de Haneke y Jelinek es un disparo al bello rostro de la moral y las buenas costumbres. Tanta reprobación, parecen decir, a la aberrante relación entre una madre y su anulada hija, tanto escándalo por unas esposas y unas cuchillas. ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es lo bueno, lo aceptable, lo sano? ¿Quién lo decide? También el amor romántico es una relación de poder. El poder de sojuzgar, una vez más, a Erika.

miércoles, 13 de enero de 2010

i love rock'n'roll

¿Escuchar punk de los 80 es signo de inmadurez adolescente o es que, simplemente, han llegado los exámenes?

http://www.youtube.com/watch?v=M3T_xeoGES8

¡Feliz enero, estudiantes!