( p a p e r b a c k w r i t e r )

lunes, 17 de mayo de 2010

Días suizos (y II)

Como iba diciendo, viajé a Winterthur (Suiza) con el fin de visitar a E., buena amiga y futura compañera de piso. Llegué a Basilea a mediodía, bajo un cielo con nubes y un viento fresco que hizo que me ciñera bien el abrigo. ¡Centroeuropa, por fin! Mi plan era coger un autobús hasta la estación de tren de Basilea, y allí tomar el primer tren hacia Zürich, donde por fin me reuniría con E. No tuve que esperar mucho tiempo. Ya conocéis a los suizos.
Subí al autobús junto a un grupo de franceses ruidosos y me senté en ventanilla para dejarme abstraer por el paisaje. Atravesábamos un valle verde e industrializado, y no es una contradicción, pues las fábricas eran tan pulcras e impecables como la educación de los nativos y ni siquiera expulsaban humo. Poco a poco fuimos entrando en la ciudad, una ciudad de chalets cerrados en los que parecía no vivir nadie salvo que algún guapo rubio saliera de una de las puertas, montara en su bici y marchara quién sabe con qué destino. Siempre me ha gustado elucubrar sobre vidas ajenas.
Me bajé en Basel Hauptbahnhof. Ésta es, cómo no, amplia y de líneas regulares, estable: una arquitectura regular que acoge el ajetreo de mochileros y ejecutivos. Tampoco tardé en localizar la vía y sector que me correspondían, y me entretuve en observar a los viajeros. Abundaban los jóvenes, jóvenes como yo, acompañados por una simple mochila, de paso en cualquier lugar. Hay algo de místico en viajar solo, y las rutinas que uno adquiere (sostener un libro marcando la página con el dedo, sacar la libreta al tomar asiento, llevar siempre una manzana por si acaso) revisten cierta trascendencia. Aquel día yo guardé el libro en la mochila y agarré la moleskine: preveía que me iba a hacer mucha más falta.
Subí al tren y en pocos minutos nos habíamos adentrado en la campiña suiza. Casitas de tejados picudos, hierba, hierba, los Alpes apenas esbozados, un silencio opaco en el vagón muy distinto a la característica algarabía española. Un silencio que parecía dominar también en el exterior, un silencio histórico que se extendía por el campo y las ciudades y por todo el país. En Suiza se habla con los labios, sin emitir sonidos; incluso las vacas ("¡vacas!", anoté alborozada en la libreta) respetan esta especie de pacto.
Comenzaba a fantasear con los posibles significados del silencio cuando, en Aarau, apareció el anciano. Era un hombre alto, de unos setenta y cinco años, pero con porte aún gallardo. Alto, de caminar firme, vestía una chaqueta de lana a cuadros verdes y negros y una boina azul; tenía aspecto de saber cazar faisanes. Con sus ojos azules de haber visto el año 39 y el 45, inclinándose hacia mí, me preguntó si estaba libre el asiento de enfrente. "Ja", musité, embobada. El anciano se sentó y colocó a su lado una maleta negra, de cartón-piedra y cierres dorados, con el tamaño justo para llevar los documentos necesarios para una transacción, o el dinero obtenido en una operación bancaria, y también el tamaño justo para meter en la maleta una muda, el joyero, las cartas de la familia y marchar deprisa lejos de tu trabajo y tu casa. Era la maleta cualquiera de cualquier Kafka oficinista, o la maleta poderosa del primer banquero; pero era desde luego la maleta de la huida y el exilio de una Europa cruzada por trenes que van y no vuelven. La maleta de la chica judía, del campesino eslavo, del españolito de a pie, del cineasta austriaco, del homosexual berlinés, del disidente ruso: el siglo XX desfiló entero ante mis ojos a través de la maleta.
Y allí estaba yo, con una muda, un collar y la libreta en la mochila, por fin en Centroeuropa, como tantos veinteañeros. (Casi) todos mis amigos han conseguido una beca Erasmus para el curso próximo, la escapada ventajosa en esta Europa reconstruida, por lo que el Viaje es ahora mismo un concepto amplio, sugerente, pleno de connotaciones. Algunos de ellos abandonan su casa por primera vez; otros se van junto a quienes ya les acompañan desde hace años. Hay quien hace planes minuciosos y sueña con la ciudad de destino, hay quien espera a llegar allí para darse cuenta de que se ha ido. Unos escogieron el lugar por idioma, otros por afición, alguno por descarte. Cambiar de aires es la versión afortunada del exilio.
Así que volveré más de una vez a colocarme la mochila y coger un tren, como aquellos días en Winterthur en los que E. me enseñaba Zürich y la vida en la residencia Maximus, o como cuando, en Lyon, J.C. me llevó a los traboules y me subió pain au chocolat para desayunar. Da vértigo dejar Madrid y los amigos, casi tanto como verles marchar, con la incertidumbre de lo que nos queda por encontrar. No es insignificante la distancia: no es lo mismo el café de los martes que un email a la semana o la imagen pixelada del Skype. Aun así, Europa sigue cruzada por trenes y aeropuertos. Las excursiones con E., las (breves o largas) conversaciones nocturnas, las cenas con los extranjeros en Winterthur, las interminables digresiones con J.C. y J.L. en Lyon prueban lo afortunado del exilio: compañeros, el año que viene tendremos un hogar en cada rincón de Europa.

O Freunde...

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