( p a p e r b a c k w r i t e r )

domingo, 18 de marzo de 2012

¡Y un bolso de regalo!


Aunque sienta debilidad por temas abstractos, tópicamente llamados intemporales, de vez en cuando está bien echar una canita al aire y comentar la actualidad. Así que, en esta mañana de domingo, recién duchada, con la pluma - el teclado - bien afilado, me dispongo a producir mi opinión sobre la modernada del mes. Me refiero, por supuesto, al tan denostado anuncio de Loewe.
No voy a templar gaitas, lo advierto. No creo que quepan matices en la posición ética (y aun estética) respecto al anuncio en cuestión. El tema de la publicidad es amplio e interesante, con implicaciones políticas de gran calado, pero no es eso de lo que estamos hablando. Tampoco se trata de la (ya) típica provocación antifeminista - mujeres encadenadas con joyas de lujo - o anticlerical - la icónica fotografía de Oliviero Toscani - o políticamente incorrecta - aquel anuncio de Rodilla sobre la vida rural, seis o siete años ha -. La primera diferencia es formal: Luis Venegas ha firmado un spot, no una imagen. Sostener la provocación durante 3 minutos y 27 segundos dota de solidez a la propuesta (solidez tal vez no pretendida, poco importa) dándonos así más razones para el escándalo. Hay más diferencias respecto a los otros escándalos ya mencionados y vamos a analizarlas. Si ellos se divierten paseándose con su Loewe, nosotros nos divertimos criticándoles, así que vamos a hacerlo bien.
Quiero aclarar ahora que las críticas no son, en ningún caso, a los actores, sino al papel que interpretan en el vídeo. No dudo de su capacidad de trabajo; les va a hacer falta para revertir la imagen de niños frívolos que han encarnado. El vídeo juega a confundir realidad y ficción, confusión que los allegados han tratado de resolver desesperada e ineficazmente. Demasiado tarde. A los ocho entrevistados se les ve demasiado cómodos en su papel, lo hacen demasiado bien, y una vez nos han convencido de lo espontáneos y naturales que son es difícil pensar que han seguido un método, el Stanislavski. En fin, el vídeo también funciona (no tan bien, sin embargo) si se considera que los protagonistas son unos hipotéticos niños bien que recuerdan el abrigo Loewe de la abuela siendo interpretados por jóvenes profesionales.
Lo más evidente es el hedonismo frívolo que tiñe palabras y looks de los herederos. La primera pregunta es, entonces, a quién se dirige el bendito spot. Aquellos que admiren los cortes de pelo de los mozuelos no podrán permitirse el bolsito, y los que sí puedan comprarlo no lo harán hasta que el dependiente les explique por qué esa chiquita lleva las mechas al revés. ¿Sí? ¿Seguro? ¿Es tan moderno el anuncio? La realización es poco original, con alguna ocurrencia, pero más bien plana. Las frases pronunciadas son paródicas, puro trash publicitario: ni explícitas como en el marketing antiguo, ni minimalistas y resultonas como el contemporáneo. Quizá, vistas con ojos de abuela, resulten simpáticas. Entrañables. Loewe está mimando a la abuela rica: qué monos sus nietos, señora, qué bonito el bolso.
Y es que, como todo el mundo sabe, hay que tener cuidado con lo que se le dice a la gente mayor. Ya se sabe que España ha cambiado mucho, y que lo que para muchos veinteañeros capitalinos es normal, para un anciano de la misma ciudad y clase social puede ser inconcebible: por ejemplo, la homosexualidad. En el ámbito de la moda, diseño y artes visuales el asunto está plenamente normalizado; de hecho, en ese mundo se da un alto porcentaje de varones que se declaran homo o bisexuales. Más allá del tópico, no hay más que asomarse para constatarlo. Por eso me llama tanto la atención que el petimetre que habla de ligar sea el que nos ha dejado clara su orientación sexual con ese aserto tan de caballero español: "Lo mejor de España son las españolas". Mucho amor y muchas mariposas, pero aquí los besos son entre chico y chica. Para ser tan moderno, el anuncio pasa de puntillas sobre temas comunes entre los jóvenes de clase media-alta como el mariconeo o el mariliendrismo. Ah, pero es que a lo mejor a la abuela no le gusta. No hay que incomodar a nuestros mayores.
¡Era esto! ¡El anuncio es un recuerdo de familia, el vídeo que se pone en el cumpleaños de la tía nonagenaria! Algo habíamos oído. El carácter autocelebratorio del vídeo, estar destinado a un "uso privado" por los patricios, es lo que le diferencia de la publicidad convencional. Entonces, si es algo privado, que no lo cuelguen en Internet. No en Youtube, por favor, que los trapos sucios se lavan en casa. ¿O quieren que sepamos qué hacen, cómo viven, cómo se relacionan, cómo se gastan el dinero? ¿Quieren que sepamos que sus abuelas ya compraban Loewe? ¿No le es bastante a Loewe con ser una marca de lujo, necesita que nosotros, los que nunca nos podremos permitir uno de sus productos, soportemos una sarta de tonterías puestas en bocas bonitas? ¿Necesita recordarnos que mientras unos son mirados, nosotros miramos? ¿Que Loewe se anuncia mientras nosotros vivimos bajo la amenaza del mileurismo? Parece que sí, que lo necesita. Llamadme moralista y tradicional, pero a mí todo esto me suena a pecado de soberbia, y me gustaría saber qué dirían los expertos en Sagrada Doctrina al respecto. O, visto lo visto, mejor no, que incluso para pecar siempre ha habido clases.
En conclusión, esta vez les hemos pillado. Se han delatado. El vídeo nos escandaliza pero ha tenido la utilidad de agitar lo que (en otra vida, en otro mundo) puede ser llamado conciencia social. No está mal, señora; y con un bolso de regalo.

sábado, 21 de enero de 2012

Savoir faire

En su primer novelón, retrato de familia de la sociedad alemana del diecinueve, Thomas Mann hace morir a Thomas Buddenbrook mientras describe su rostro petrificado, como de máscara. El cónsul Thomas Buddenbrook ha sido joven aplicado, exitoso comerciante, marido cumplidor y uno de los hijos más destacados de la ciudad de Lübeck. Ha sabido distinguir la diplomacia de la adulación, algo crucial para ganarse el respeto de una sociedad reformista como la hanseática; Buddenbrook ha empleado, por supuesto, la primera de las estrategias. Mann demuestra bien cómo, para concitar el favor de nuestros contemporáneos, conviene atenerse exquisitamente a lo convencional dejando de cuando en cuando un toque de excentricidad, lo justo para que parezcamos auténticos en nuestro saber estar. Buddenbrook posee visión comercial e inquietudes artísticas, y eso satisface las necesidades materiales y sentimentales del capitalismo, aún adolescente, de la época.

Mann analiza con lucidez el proceso de construcción del cónsul Buddenbrook. Es un personaje que siempre hace, con kantiano instinto, lo que hay que hacer. La madurez le afina el olfato: su matrimonio con Gerda, pelirroja, holandesa y violinista, sigue los cánones del amor romántico y la operación publicitaria. Thomas descubre en sus conciudadanos sus propios deseos ocultos, y los cumple con delicadeza, sin ponerlos en evidencia. Todos querrían a Gerda como esposa, pero ninguno se hubiera atrevido a casarse con ella. La imagen que proyecta Thomas se integra perfectamente en el imaginario social sin dejar de parecer sincera, y esa es la clave de su éxito.

Y no sólo es que parezca sincera, es que lo es. El mimo con el que Thomas dice una palabra amable a los transeúntes, mantiene una conversación sencilla con el barbero o atiende a su suegro no puede ser producto más que de una apasionada vocación por el ser público. Si convence a todos es porque el carácter que ofrece a cada uno de ellos no es en ningún caso falaz. No hay una represión concreta, no oculta sus debilidades: las trabaja como signo de humildad. El cónsul no tiene dos caras; él ha aprendido el más genuino saber estar. Thomas Buddenbrook sabe darle a cada uno lo que necesita, y sabe qué necesita su propio nombre, el de Buddenbrook, en cada caso. Cultiva a todo el mundo para cultivarse a sí mismo: he aquí un arte político, el savoir faire.

Político, y no estético. La novela no evita pensar que una máscara, por bien se amolde al rostro real, siempre será una máscara (éste fue, por lo visto, un trauma subterráneo de Thomas Mann). Verterse a uno mismo en arquetipos adecuados – el buen hijo, el comerciante inteligente, el patrón accesible, el ciudadano consciente, el yerno considerado, el padre fuerte, el hermano generoso, y un largo etcétera – sin perder la consistencia íntima que proporciona el sabor de autenticidad a cada una de las imágenes, compaginar ambas lealtades, en fin, exige un esfuerzo continuo. Es preciso levantar una personalidad coherente, sin caprichos ni repentinos devenires, sin permiso para sorprenderse a uno mismo. Hay que mantener una personalidad fuerte – un relato biográfico – en la que colgar los arquetipos como de las ramas de un árbol. Pero todos los relatos biográficos son ficticios: la vida interior (insisto, desordenada) es sustituida por la máscara.

Podría pensarse que también es éste el destino del artista, cuando el paso es justo el inverso. El artista elabora su obra hacia adentro. Mann escribe Los Buddenbrook buscando entre sus recuerdos de infancia, y dibuja a Thomas ahondando en su propia dicotomía entre lo que se es y lo que se muestra. La marca del arte es la originalidad, y la obra de arte obtiene su ser único de la intimidad del artista. Thomas Mann llevó la vida que se esperaba de él: trabajó, se casó, en fin. Sin embargo, son sus dudas, sus temores, la secreta y terrible aprehensión de lo que se da en llamar “naturaleza humana” la sociedad lo que da forma a sus Los Buddenbrook o Muerte en Venecia. Igual que su tocayo Buddenbrook, conoce muy bien a sus contemporáneos; a diferencia de él, este conocimiento es materia de creación, y no un medio de seducción y poder político.

Desde cierto punto de vista, ni Buddenbrook ni Mann fueron sinceros. El segundo, quizá, un poco más, al condensar en sucesivos relatos “ficticios” su intimidad. Pero, ¿por qué creer en la sinceridad absoluta? ¿Por qué exponer continuamente retazos de un yo incomprensible? Mann supo desplegarse a sí mismo, un escritor de profundidad, en la literatura; Buddenbrook deslumbró a todo Lübeck durante años sin ser un farsante. De ninguno de los dos cabe decir que se traicionaran a sí mismos, porque, como todos sabemos, para vivir con los demás tenemos que resumirnos, simplificarnos en una forma más o menos elegida. Presentar un rostro reconocible, que no sea exactamente el desnudo – la carne palpita, se deforma o se corrompe – y que a pesar de todo identifiquemos como propio, es, como la novela o la diplomacia, un arte de madurez. Al final, lo difícil es tallar una máscara que se nos parezca.

martes, 3 de enero de 2012

Joyitas del año (II): 10+9

Como cada diciembre y enero, aficionados y expertos de todas las disciplinas insisten en hacer una lista de los 10 mejores objetos (películas, canciones, goles, lapsus de políticos) del año transcurrido dentro de cualquier categoría. Suelo resistirme, ya que elaborar un top exige un compromiso que me incomoda. Temo que dentro de quince años, cuando la película hoy de moda resulte ridícula, alguien me recuerde que yo la incluí en una de estas listas, y pretenda que o bien me desdiga o bien defienda lo indefendible. A las listas las carga el diablo, en más de un sentido. Sin embargo, voy a asumir un riesgo mínimo eligiendo mis 10 (o más) canciones del año. De nuevo, canciones de todos los tiempos y géneros; de nuevo un recorrido sentimental. No es una apuesta argumentativa, sino un catálogo de filias de 2011.

10. Ojos verdes (Miguel de Molina, 1937)
Calificarlo de capricho del año sería mentir. Empezó, es cierto, como un detalle kitsch en mi iPod, un recuerdo de España para un julio en Alemania. Luego me propuse (y conseguí) aprenderme la letra de memoria: un detalle kitsch para una fiesta universitaria. "Serrana, pa' un vestío yo te quiero regalar/ me dijiste estás cumplío, no me tiene' que dar ná". He aquí una copla con clase. Tenemos todo el orgulloso desgarro de cualquier diva, que va desde Scarlett O'Hara a Lady Gaga pasando por Miguel de Molina. Trataría de convencer a los escépticos reivindicando cierta interpretación feminista de la letra, pero llevar a cabo la hermenéutica de los versos de no es hacerles justicia. Al igual que en el melodrama, o se aceptan los códigos o no se aceptan. O cantas o no; y yo, canto.



9. Minnie The Moocher (Cab Calloway, 1931)
Boquillas de marfil, tocados de plumas, petaca en el liguero, borsalinos, minúsculas pistolas que provocan desgraciados accidentes. Sí, he visto demasiadas películas de gángsters. La trompeta de la orquesta de Calloway es, dentro de esta imagen, un detalle de autenticidad: lo más tangible de la vaporosa idealización del charlestón. Fue entonces cuando los blancos comenzaron a fijarse en el ritmo infeccioso de la música africana. Mientras los dólares se hinchaban y encogían, mientras el whisky no se compraba pero sí se bebía, el jazz emergía como producto alquímico en antros llenos de humo. Minnie The Moocher es sólo un resto del proceso, y, aunque puede escucharse evocando, románticamente, tiempos difíciles que nunca conoceremos, la música mantiene su frescura intacta: evasión de ayer y de hoy.

8. Periodically Double Or Triple (Yo La Tengo, 2009)
¡Vaya, estamos en el s. XXI! Yo también me sorprendo. La voz aterciopelada de Ira Kaplan (corregidme si me equivoco) se conjuga con un compás marcado, de danza. No es exactamente una canción bailable; diría, que es indescriptible, que es música y no palabras. La música es lo que habla esta vez, y la melodía proporciona el matiz y el ambiente. Son 3 minutos y 58 segundos de baile, o más bien una caricia. El tiempo suficiente para que la canción nos seduzca... ¿El tiempo suficiente para seducir nosotros a la voz de Ira Kaplan? Lo interesante de un baile es el juego de pasos entre dos o más cuerpos, y lo bueno de esta canción es que parece invitarnos a jugar. En fin, no me hagáis caso, y dadle al botón play.

7. Tu nombre me sabe a hierba (Joan Manuel Serrat, 1969)
Fui, lo reconozco, una niña rancia. Concha Piquer me parecía vanidosa; Carlos Cano, vulgar, y Joan Manuel Serrat, un cursi (sólo Sabina me cayó en gracia desde el principio, creo que por una canción muy simpática sobre pisar el acelerador). Doce años después, durante un silencioso verano en La Mancha, entendí todo. Y es que sí, si por emocionante entendemos cursi, Serrat será cursi: un cursi por supervivencia. Hoy lo describiré como honesto. Las letras de Serrat tienen la extraña cualidad de ser bellas y parecer sinceras, de ser perfectas y parecer imperfectas, normales; a veces, de parecer tristes y ser alegres. Creo que para entender a Serrat hace falta saber disfrutar de la vida. Y eso no está al alcance de los niños rancios.

6. The Night Before (The Beatles, 1965)
Cuantas más veces se escuche Help!, mejor es. Milagros de los Fab Four. The Night Before puede ser un rompepistas en una reunión universitaria, pero tiene una madurez que ya quisieran para sí temas más ambiciosos. La letra es sencilla y trata un asunto dolorosamente simple: el chico que nos hizo caso el sábado pasado nos ignora en la fiesta de hoy. No sé quien sería la musa que inspiró la canción, pero no parece haber pasado a la posteridad. Del mismo modo, después de bailar con Paul McCartney, olvidamos al chico de la última fiesta. Encontraremos a alguno con el flequillo más molón o la americana más bonita o un movimiento más elegante. Y si no, pues hemos escuchado a los Beatles, y eso es un quitapenas universal.

5. Obertura a Tristan und Isolde (Richard Wagner, 1865)
Si algo tienen en común las diez piezas del top es su capacidad para hacerme oír lo que yo no consigo verbalizar. Este hiato, que trato de salvar con estas líneas, es especialmente insalvable con Wagner. Y no por casualidad. Nietzsche y Wagner, cada uno en su esquina del ring, diagnosticaron las taras del arte occidental, tan lógico y decadente como demostró la novela decimonónica. Tristan und Isolde fue concebida como el arte total, la reunión de lo apolíneo y lo dionisiaco después del milenario triunfo de Apolo, tan lógico y tan decadente en comparación con el vital y rítmico Dionisos. No es casualidad que el danés Lars von Trier haya escogido, en medio de su visceral depresión, esta música como banda sonora del fin del mundo. Lars von Trier lleva más de veinte años huyendo de la palabra, tratando de purificar el cine, porque él también cree que Occidente lleva enfermo dos milenios y que como no sabemos vivir nos matará Melancolía. Él también quiere el arte total, empezando esta vez por la belleza ígnea de sus imágenes. Quizá por eso haya vuelto a Wagner, y a Nietzsche, y quizá no esté dispuesto a admitir esto cuando el fin de mundo se cierne sobre nosotros. Porque de lo que no se puede hablar, es mejor callar.

4. Don't Bring Me Down (Electric Light Orchestra, 1979)
Ahora sí, señores, salgan, levanten los brazos, meneen la cabeza, agiten las caderas. ¿Belleza? ¿Verdad? ¿Bien? ¿De qué me hablas? Es 1979 y no importa nada, como al terminar una época de exámenes, para entendernos. Somos jóvenes, hay tiempo de sobra. Hablaba de evasión en el #9, y esta canción de la Electric Light Orchestra (que había sabido ser mucho más trascendente) es la evasión hecha oficio. La fiesta como profesión. Es un hit impecable, definitivo, una canción que lleva a la discoteca al abstemio y al resacoso, una canción que puedan bailar la atleta y el colocado. Cada vez que suena, la realidad entra en un paréntesis, como en el número de un musical; nuestro comportamiento cambia y como mínimo tenemos que llevar el ritmo con el pie, si es que es imposible desmelenarse más. Y así funciona la cosa, treinta años después: adiós contexto histórico, adiós explicación musical. Puro hedonismo.

3. Temptation (New Order, 1982)
Tres años más tarde, todo era más intrascendente... Si cabe. Las sustancias psicoactivas fluyeron de boca a boca, de boca a oreja, de mano en mano, y supongo que todos bailaban balanceándose con languidez. Pero ya nadie se creía nada salvo el placer y la tentación. En los setenta, dicen algunos, se quería cambiar el mundo; en cambio, no me imagino a nadie hablando en La Hacienda de Manchester. Cada vez resulta más vacuo hablar y más útil bailar. La cuestión ha pasado a ser oh you've got blue eyes, oh you've got green eyes, oh you've got grey eyes, una mera descripción, puesto que el color de ojos no supone mucha diferencia para que éstos nos tienten. Ah, la tentación, la hipnótica tentación. Si algo nos tienta, nos fascina; nos obsesiona. Desde hace un mes, escucho todos los días New Order, sobria, delante del ordenador: tal es su poder. A veces me pregunto qué oigo en ellos, yo, que nací después del SIDA y Margaret Thatcher. Como no lo he averiguado, se merece un honroso #3.

2. Gorgeous (Kanye West, 2010)
Segundo viaje temporal al presente. Una canción del s. XXI que no se enmarca en ningún revival. Hace honor al título del CD, My Beautiful Dark Twisted Fantasy, cumpliendo con los tres adjetivos. Es bella, oscura y retorcida, y de manera adulta, agradablemente adulta. Los acordes encajan sin alharacas, con naturalidad, como si estas melodías turbias fueran normales. Diría que lo son. My Beautiful Dark Twisted Fantasy maravilla porque descubrimos que su fantasía también es la nuestra. He descubierto que me gusta el hip-hop, o lo que quiera que sea esto compuesto entre porno y cocaína. Descubrirse a uno mismo oscuro y retorcido, o escuchar melodías turbias sin bajar el volumen, son signos de joven adulto responsable. Las letras de West evitan, tercas ellas, el eufemismo; de manera análoga, hay que reconocer la sabiduría y el talento donde lo hay. Dejaos llevar. Esto es hermoso y maldito, esto es música, y el mundo del que habla esta canción existe por mucho que llevemos años sin mirarlo.

1. Try (Just A Little Bit Harder) (Janis Joplin, 1969)
Oro para Janis. No sé por dónde empezar. Siento una debilidad innata por el blues. Joplin añade deseo y resta resignación. Su música resulta un aullido expresivo, a diferencia del carácter ambiental de músicas más antiguas. Es ella, la persona Janis, la que se está rompiendo en cada nota. El misterio es cómo consigue respetar tanto la música cuando su interpretación se debe a ella; imagino que eso es instinto musical, "llevarlo en la sangre", esas cosas que les pasan a algunos. Es un misterio, por otra parte, por qué si la que se desgarra es ella me duele a mí la garganta. Cierro los ojos y asiento. Dice cosas tan fáciles, "inténtalo otra vez", que sólo tienen sentido en su voz... Me desgañito, y así encuentro el sentido otra vez. Just a little bit harder, sólo un poco más. Y es verdad. Ella, en su arrojo, no puede decir más que la verdad, no puede hacer más que cantar. Sabe que aunque esté haciendo el amor a 25 000 personas se volverá sola a casa, y sabe que justo por eso tiene sentido cantar y rasgar brevemente el telón que separa artista de público. Es el artista, ella, la que puede atravesar la brecha y hacer que el clímax musical colectivo sea más verdadero que el silencio, o la orgía más verdadera que la soledad, durante un instante. Aunque sea difícil pensarlo, sólo vale la pena intentar hacerlo. No sé si me explico.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La maxifalda (elogio de lo retro)

Hoy quiero hablar de ropa. De trapitos. Y no de alta costura, cuyos vaivenes son tan arcanos al no iniciado como los del arte contemporáneo, sino de la moda low cost a la que tanto nos hemos aficionado las chicas coquetas de mi generación: hablo, por supuesto, de Mango, de Bershka, de Springfield, de Stradivarius, Pimkie, y, sobre todo, de Zara.

Se trata de prendas baratas, de tela más bien regular, confeccionadas en fábricas de países en desarrollo ante cuyas condiciones laborales, por cierto, preferimos cerrar los ojos. El diseño recoge las tendencias de la pasarela y las adapta a los usos cotidianos, desde ir a trabajar a enseñar cacha en el instituto, desde asistir a una boda a sudar en el gimnasio. Cada franquicia ofrece su particular versión. Si se llevan los cuadros escoceses, encontraremos este dibujo en un coqueto vestido de Mango, cientos de camisetas básicas de Pimkie, tres camisas de distintos colores de Zara y una docena de minúsculas faldas-cinturón de Bershka. Sabemos qué vamos a encontrar en cada tienda: resulta cómodo por previsible. La interpretación de lo in es básica y funcional; el objetivo es consumir rápidamente, tener ropa nueva, ponértela dos temporadas del modo que sugieran las revistas y abandonarla por vieja. El tejido se desgasta al mismo tiempo que las tendencias.

Sí, sí, es un modelo de consumo paradigmático del sistema capitalista. No hay calidad material, no hay coartada ética ni tampoco decisión estética. No hay elegancia propiamente dicha. Vamos monísimas, e idénticas. Seguimos la moda a ciegas, de la mano del diseño industrial, por lo que la acusación de frivolidad nunca ha sido más cierta. Y, sin embargo…

Sin embargo, algo ha cambiado desde hace tres o cuatro temporadas en una de estas marcas. En Zara, el algodón es más suave, el punto más apretado y la seda más lisa. El corte es más limpio. (Quizá sea el momento de advertir que no he cobrado ningún tipo de comisión por escribir este texto.) Pero lo más asombroso es que, de repente, las tendencias se siguen en serio. Las referencias a los años 60, 70 u 80 se llevan a cabo con cuidado y con determinación, sin miedo a subir la cintura de un pantalón o alargar una falda por debajo de la rodilla. Una referencia retro es una referencia, y no un guiño travieso al look de nuestros padres.

Lo que nos lleva al espinoso asunto del revival. ¿A qué tanta nostalgia? De hecho, hay algo más que nostalgia: es una auténtica resurrección. Puedo ser Annie Hall comprando en Zara, lo cual es desconcertante porque no creo que Annie Hall pudiera haberse vestido como Mae West, habiendo también una diferencia de cuarenta años entre ellas. No hay novedades en el horizonte estético, e incluso parece que se han dejado de buscar. Los revivals surgen cada vez con más fuerza y no se circunscriben ya a una prenda, sino que se recupera todo el armario de una época. O todos los armarios de todas las épocas. No hay más que ver las colecciones de este otoño-invierno: se lleva prácticamente todo (lo que permite más desaciertos estéticos, pero también mayor libertad). Aparte de que se trate de reanimar el consumo y aprovechar restos de otras temporadas, la potencia del revival, especialmente de los 70, es innegable.

Quizá echamos de menos algo serio. Decidir una imagen retro es comunicar una nostalgia, y que en estos tiempos de crisis reaparezcan los 70 es sintomático. En los 70 la izquierda aún no se había anulado en sus contradicciones y la política aún no se había puesto a disposición de la voracidad de los mercados (qué fue primero, no lo discutiré aquí). En los 70 aún creíamos que se podía grabar la realidad con una cámara y que alguna revolución era posible. En los 70, la libertad de una mujer no estaba reñida con una falda larga. En los 70, por dios, teníamos claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos, y ahora lo único que sabemos es que el poder es tan líquido como el dinero. En los 70, la ropa evidenciaba una posición política; hoy la política es mera estética. No sabemos adónde apuntar, y, en medio de la confusión, el activismo político vuelve más o menos intensamente al ruedo popular e intelectual. En los 70 Annie Hall ganaba un Oscar; hoy por hoy, una película con un monólogo a cámara es considerada de arte y ensayo. Elegir los 70 es añorar un compromiso.

O quizá no. No todas las chicas que llevan un abrigo con flecos quieren reivindicar el interés por los indios nativos americanos. Quizá lo esencial de un revival sea el asegurar un canon estético sin temor a equivocarse, con la misma seguridad con la que afirmamos que en los 70 soplaban vientos de libertad y que los 80 trajeron una lamentable revolución conservadora. La imagen retro es tan estable como el mito del espíritu de una época… Quizá. Pero estábamos hablando de estética. Y teniendo en cuenta los tiempos que corren, y teniendo en cuenta el ideal que (justificadamente o no) representan los 70, yo me dejo el pelo largo y me compro una falda larga. Ahora que la política es sólo economía y la realidad es además virtual, creo que retrotraer mi apariencia a los años 70 es una señal de coherencia.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Fuera de campo (y II): Carne Débil

Son las ocho y media de la mañana y el sol cae ya a plomo incluso en Castilla la Vieja. Las mujeres salen de las casas para barrer la puerta mientras algunos hombres empiezan el día con un carajillo en la terraza del bar. Yo, que hago jogging, paso por delante de unas y de otros suscitando exclamaciones de sorpresa (“¿Pero ande vas tan deprisa?”) y ánimo (“¡Pedalea, hermosa, pedalea!”). No me paro, sólo sonrío con un mohín de agradecimiento; sigo mi ruta fuera del pueblo, por los caminos que bordean campos de girasoles, donde señores y señoras en pantalón corto rinden su tributo al colesterol. Y yo, que me debo al vientre plano y muslo firme, les adelanto ante sus miradas de admiración. Al principio mis jadeos perturbaban el caminar seguro de los jubilados, pero ahora que formo parte del paisaje mi juvenil carrera les es tan tranquila como sus paseos.

Un vistazo a la música que llevo en el iPod bastaría para desmentir el carácter plácido del deporte. Durante media hora, mis auriculares atruenan con la pasión de unos Ojos verdes, los aullidos cósmicos de la Joplin o el perreo fino de un son cubano, por citar algunas de las arengas musicales que me estimulan en el ejercicio del cuerpo. Entre todas ellas hay una canción que sin duda destaca, que me hace marchar erguida y acelera mis zancadas como si se tratara de la última carrera de mi vida, hasta tener que parar y, exhausta, recogerme sobre mis rodillas. Sé que no debería enorgullecerme: la canción es Tomorrow Belongs to Me, de la película Cabaret (Bob Fosse, 1972).

Tomorrow Belongs to Me

Evidentemente (sólo hay que mirar esta secuencia) es un himno fascista. Está compuesto para enardecer el espíritu y acallar las conciencias, para levantar la vista al cielo azul entre los tilos y alzar el brazo por todo el oro que el Rin lleva en su seno, para glorificar la rectitud de la nariz aria y la fuerza guerrera de un ejército polimorfo olvidando… ¿Olvidando qué? ¿Qué es lo que oculta una frase tan ortodoxa, desde un punto de vista terapéutico, como que “el mañana me pertenece”?

El estribillo en cuestión incurre en dos errores de bulto. Y es que ni el futuro es un sencillo “mañana” ni es susceptible de sujetarse al derecho de propiedad. Resumir en mañana todo el porvenir implica simplificarlo a cielo o a infierno, reducirlo a tierra de salvación o de condena, o, por decirlo en términos políticos, apostar por el mesianismo. También: abolir el tiempo histórico y entrar en otro eterno; tal es la promesa clásica del monoteísmo y tal era la intención del Reich que iba a durar mil años. Parece de sentido común pensar que esto es improbable. Por si fuera poco, ese mañana es mío, nada menos que mío. Estas palabras, precisamente por falsas, pueden ser consoladoras; si algún ingenuo se lo cree, o se da de bruces contra la realidad o trata de modificarla a su deseo. La mejor manera de hacer efectiva y demostrar la posesión del futuro es, por supuesto, eliminar todo obstáculo presente que se interponga entre yo, nosotros, y el poder.

Por eso se comienza con cosas pequeñas, símbolos del triunfo de la voluntad. La velocidad de los atletas, la potencia del salto de longitud, la gracia del salto de altura, la belleza del nadador como signo de vigor, producto de una disciplina impuesta a todo desfallecimiento humano. Podemos hacerlo y lo hacemos, afirma la cineasta Leni Riefenstahl. Vemos Olympia (Riefenstahl, 1938) y sólo nos quedamos boquiabiertos, fascinados. Ah, es hermoso contemplar cómo el ser humano se sobrepone a sus debilidades naturales: cómo un cuerpo proporcionado se mueve con precisión matemática. Es hermoso contemplar el sometimiento de la naturaleza, igual que son hermosas, ay, las multitudes que hacen el paso de la oca en El triunfo de la voluntad (Riefenstahl, 1935). Absortos, miramos la pantalla: no hay estandarte que se balancee, no hay soldado que se descompase en la concentración nacionalsocialista de Núremberg. Notamos un escalofrío. No puede ser, no es posible, y me refiero tanto a la existencia de esos complicados desfiles coreografiados como a la manera impecable de ejecutarlos. No es posible.

No lo es. Ese derroche de armonía y belleza no es pensable sin una trastienda de horrores y sufrimiento: ya no. Cualquiera sabe que la realidad es impredecible y desordenada y que hay cosas que no se pueden cambiar, y que querer cambiar lo que no se puede cambiar comporta un coste tanto más alto cuanto más completo y rápido sea el cambio. Pero la gran victoria psicológica del fascismo es hacernos creer lo increíble: que un cabo austriaco bajito y moreno es el líder militar de la superior raza alemana, que la muchedumbre se organiza espontáneamente según patrones geométricos, que el compatriota Oppenheimer (por ejemplo) ha conspirado contra la patria, su patria, o que mi vida exige el exterminio de millones de personas porque, señores, el mañana me pertenece. Forzar el pensamiento es un mecanismo básico de la ideología fascista. No trata de resolver las contradicciones entre lo que debería ser y lo que en realidad es, ni siquiera de asumirlas – solución cotidiana – sino de suprimirlas por decreto-ley. Para ello necesitamos silenciar el sentido común y acallar nuestra conciencia; a la coacción física se le suma el asombro ante la belleza. Cada uno de nuestros miembros, hasta ahora en suspenso, vibra con la voz del joven rubio. En el embeleso musical, el grupo sería (seríamos) capaces de admitir cualquier cosa y de hacer cualquier cosa. El fascismo invade el éxtasis privado y se apropia de él para que sea medio y fin público: este acto violento – ética, políticamente hablando – es lo que no hay que olvidar. Porque, ¿quién no ha sentido aquel éxtasis alguna vez? ¿Quién renuncia a él? Cerramos los ojos y nos convertimos en una fuerza natural. La voluntad se reintegra con honores en el orden del mundo: teoría y práctica se reconcilian apasionadamente y nosotros, yo, sólo vemos y sentimos música y oímos la perfección del universo. El mañana nos pertenece.

Algo de ese poderío siento yo en los últimos minutos de sprint. Un paso más, una bocanada más de aire. Me alienta, ya lo he dicho, el anhelo de un cuerpo ágil y delicado, y la moral para superar mi debilidad por los dulces. Sí, yo también creo entonces que mi cuerpo vencerá sus propias apetencias, que el esfuerzo de treinta minutos corriendo satisfará mis instintos, que ese dolor en el costado se transformará en placer cuando, entregada, bata mi propia marca (un segundo más, una baldosa más) y tenga que parar. Durante unos segundos, es así; luego me costará respirar y tendré agujetas en los gemelos, pero habré conquistado unos segundos de inmortalidad. ¿Acaso voy a rechazar el éxtasis de los sentidos?