( p a p e r b a c k w r i t e r )

jueves, 31 de marzo de 2011

El verano de su vida

Desde hace un par de años, me llama la atención la edad a la que los escritores llevan a cabo sus obras, especialmente las novelas. Considero que esta forma literaria exige un control cuidadoso de ritmo y personajes, control difícilmente realizable antes de los veinticinco años (por lo menos). Diría que la década óptima son los cincuenta: sin embargo, en el caso de un gran escritor, no tiene por qué ser así.
Francis Scott Fitzgerald tenía treinta años cuando publicó El gran Gatsby, dato extraordinario teniendo en cuenta la madurez de la que se hace gala en todos los aspectos de la narración. El carácter de los personajes es trazado con sabiduría, en un lenguaje sutilmente poético. Como una melodía de jazz o una tarde de finales de estío, El gran Gatsby condensa la felicidad de días pasados, la certeza de que esos días no volverán y la esperanza ante el próximo verano por llegar. Fitzgerald, a sus 30 primaveras, expresa este equilibrio sin caer en la ingenuidad ni en el lamento.
Mejor dicho, el señor Nick Carraway no cae ni en la ingenuidad o el lamento. La elección del narrador siempre es significativa, y la voz en primera persona de este joven banquero, de treinta años, recién llegado al glamuroso Este norteamericano le permite a Fitzgerald reflejar en el lector la fascinación por Jay Gatsby y su entorno. Daisy Buchanan y su marido, Jordan Baker y, sobre todo, la espontánea generosidad de Gatsby atraen intensamente al narrador. Aunque (o por eso) Nick no toma parte activa del grupo. Él admira la piel dorada de Jordan, el tintineante entusiasmo de Daisy; la sonrisa cálida de Jay Gatsby promete la suave felicidad de un mundo no enturbiado por pequeñas miserias humanas como la mentira o la pobreza.
Porque Nick Carraway, como América, sueña con el dinero. La comodidad económica trae consigo una sensibilidad y una belleza añadidas. El dinero marca un territorio especial, en el que se realizan plenamente lo bueno y lo bello sin ninguna limitación material, libres de esta preocupación. En Long Island, Nick se encuentra ante su ideal de juventud, y casi se diría que el verano transcurre como un sueño de inmortalidad: tal admiración es, por supuesto, una profunda diferencia de clase. Nick admira a Gatsby viendo en él la generosidad pura, el júbilo de las fiestas y el genuino amor por Daisy, igual que el Medio Oeste mira hacia Boston o Filadelfia en busca del quid de la sofisticación, igual que las familias acomodadas de Massachussetts enviaban a sus cachorros a Europa para que aprendieran la auténtica cultura.
Claro que esto último cambió después de 1918, cuando Europa (madre del arte italiano, el teatro inglés, la filosofía alemana y la moda francesa) se embarcó en una sangrienta carnicería sólo detenida por la intervención norteamericana. Esto hizo que EE UU tomara conciencia del agotamiento del Viejo Mundo, un poco como los niños que se dan cuenta de la inmadurez de sus padres al verlos discutir. Nadie duda de la exquisita educación impartida en las élites europeas, cuyos miembros a su vez inculcarían un elevado ideal moral a su progenie, pero esto no impidió a los gobernantes europeos emplear a sus pueblos como carne de cañón en guerras imperialistas. Tuvo que ser la joven Norteamérica la que pusiera orden en la casa familiar (para después, como cualquier quinceañero, sacar beneficio propio e incurrir en errores propios, faltaría más).
Ante la debacle europea, EE UU celebró los años veinte como todo buen muchacho recién emancipado: música, alcohol, chicas enseñando piernas y coches deportivos. El sueño americano fue más realidad que nunca, y en este sueño vivieron los Jordan Baker y Buchanan hasta despertar en octubre del 29. De golpe, resultó que el dinero que llevaban diez años gastándose simplemente no era real, y todo el lujo había sido una pompa de jabón. La burbuja pinchó y no quedó nada dentro; ya nadie quería, ni podía, comprar unas acciones que sólo se desvalorizaban. ¿El capitalismo era esto? La sociedad les había hecho creer otra cosa. Los inversores quedaron empobrecidos y desengañados.
Nick Carraway tampoco previó que nadie, absolutamente nadie asistiera al entierro del gran anfitrión Gatsby. La imagen del Gatsby atractivo, entregado a la sociedad que le arropa, se rompe del todo al final. Nick descubre que era sólo el antiguo amor por Daisy lo que le movía: la realidad es que no tenía amigos. A Jay Gatsby el dinero no le ahorró atarse a un sueño de juventud, como tampoco aminora (ni les salva de) la propia mezquindad de los Buchanan. No, el dinero no da la felicidad y lo sueños, sueños son. Ya lo sabía Fitzgerald en 1926. Occidente despabiló de su sueño moral con la Gran Guerra para que después EE UU se despertara tras la gran fiesta de los 20 y descubriera que (al contrario que los Buchanan) sí que tenía que recoger los desperdicios y pagar por los platos rotos.
En otoño, Nick Carraway hace las maletas y regresa a su ciudad natal. "No soy un hombre del Este", escribe. El tiempo, en El gran Gatsby, acaba desnudando los ideales y evaporando los sueños. Pero, y a pesar de todo, no hay amargura en a decepción de Nick: siente, más bien, desilusión. Al contrario que los accionistas en aquel otoño aciago, el joven Carraway no se desespera. Ya sabe que el ideal que se había forjado de Gatsby mejor que el Gatsby de carne y hueso, sí; a la vez, es capaz de recordar con melancolía lo hermosos que eran los días junto al Gatsby que creía conocer. En la ausencia de rabia o rencor radica la madurez de la escritura de Fitzgerald, que se mueve, en equilibrio, entre la nostalgia y el realismo. El escritor evita el desenlace grandilocuente y hace a Nick Carraway vivir muchos años más para acostumbrarse a la frustración de los ideales.
Quizá el aprecio simultáneo por sueño y realidad, y pasado y futuro, que expresa Nick, sólo sea posible a los treinta años, superada la excitación de la primera juventud y aún no impuesta la desgana de la vejez. Quizás. Pero, desde luego, hay que ser Francis Scott Fitzgerald para poder escribirlo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Los esplendores de la imperfección

Han pasado ya tres semanas desde que vi Cisne Negro en el cine, y no puedo quitármela de la cabeza. Se me han grabado en la memoria el principio (Natalie Portman levantándose, comprobando el funcionamiento de cada una de sus articulaciones como preludio al ejercicio) y el final, que no describiré por delicadeza. Sí adelanto, y no reviento la película con ello, que Natalie Portman se suicida: pero éste se revela como único desenlace lógico alrededor del minuto 10. Lo que sucede en la hora y media siguiente (calificado con tino como "camino de perfección") son los pasos necesarios entre el cuerpo de la primera imagen, inverosímilmente flexible y obediente, y el cuerpo inerme de la última. Aronofsky sabe que esta historia gana fuerza al acercarla a la tragedia y alejarla del melodrama, haciendo de Nina Sayers una (anti)heroína y no una víctima del mundo del arte o de una infancia abusada.
Que Aronofsky opte por el destino y no las circunstancias de la protagonista como motor del relato redunda en una mejor comprensión del personaje. Me extraña hasta cierto punto no oír ninguna voz indiferente al sufrimiento de Nina, alguien que opine que ella tenía elección y que, vaya, se lo había buscado. Porque es ella misma quien diseña el camino de perfección y de destrucción, y, si bien el entorno es especialmente adecuado, su batalla es por sí misma contra ella misma. Es ella frente al espejo: cisne negro y cisne blanco. Pero el dilema no es tan simple.
Digamos que el dilema parece simple en un principio. En El lago de los cisnes cabe hablar de buenos y malos: un cisne blanco puro y bueno contrasta con el cisne negro avieso y sensual. El cisne negro seduce al príncipe, por lo que el cisne blanco se suicida. Según la más clásica tradición occidental, la tragedia estriba en la victoria del cuerpo sobre el espíritu (esto, después de Nietzsche y Freud, es inaceptable). Aronofsky da una vuelta de tuerca al mito y define el cuerpo como campo de la batalla. El cuerpo es objeto de belleza. Más aún, el cuerpo es creador de belleza, y en tanto que tal, es objeto de una disciplina absoluta. Éste es el cisne blanco; no un cisne blanco etéreo, sino un cisne blanco duramente corpóreo. ¿Y el cisne negro? Si el cisne blanco se caracteriza por el control total, el cisne negro enarbola la libertad del cuerpo. Y aquí es donde aparece la ambigüedad. El cisne negro puede ser tanto Lily, reflejo voluptuoso de Nina que fuma, bebe y se acuesta con hombres, como la Nina que responde al beso de Thomas con un mordisco. La liberación del cuerpo puede significar tanto placer como destrucción.
La película es también la búsqueda de Nina, en sí misma, de su cisne negro Su cuerpo es un perfecto cisne blanco, pero es incapaz de expresar el erotismo del negro. El Cisne Negro ya no es malvado sino, en cierta medida, necesario y conveniente. Sin embargo, Nina sólo siente atracción hacia Lily, su alter ego, y es que la tarea del asceta es tan exigente que no puede apartar la atención de ella (es decir, sí mismo). La obsesión por lo perfecto requiere una vigilancia constante y minuciosa: cada cosa tiene su sitio y su lugar, cada acto debe ser ejecutado de una sola manera en un mundo ideal que ha de permanecer intacto. No hay margen para lo imprevisto, puesto que cualquier influencia exterior trastocaría el modelo. Thomas insiste a Nina para que mire a Lily, para que imite su seducción, pero Nina no puede hacerlo. La sensualidad que busca Thomas y que lleva Lily abre la puerta a lo descuidado, a lo impreciso, y su inmaculado Cisne Blanco desaparecería. Nina no puede permitirse esa pérdida que la condenaría a la mediocridad. No quiere elegir entre Cisne Negro y Cisne Blanco: quiere encarnar a los dos. Ése es el ideal.
¿Cómo hacerlo? El asceta, empeñado en eliminar lo que en él hay de impuro, mezcla placer y dolor y disfruta de sus autoimpuestas restricciones tanto como aborrece los goces que se ha negado. Así, es más doloroso comer que ayunar, y más lacerante una caricia que una herida. Pero, por supuesto, Nina tiene hambre: de perfección y belleza. Ella, cisne atrapado en cuerpo de mujer, será la Reina Cisne absoluta. Ella encajará la inocencia del Blanco con la lujuria del Negro en el momento preciso: cada paso de ballet será exacto, necesario, como tiene que ser y no de otra manera. Y un mundo inalterado e inmóvil es un mundo muerto.
El final de Nina Sayers no es, por lo tanto, ni accidental ni circunstancial. Se sabe que la vida trae cambios y que hay que procurar la felicidad en la aurea mediocritas; la Reina Cisne ha renunciado a ambas. No quiere una madre comprensiva, no quiere un amante cariñoso, no quiere una carrera fácil y ni siquiera quiere un cuerpo hermoso. Psicológicamente hablando, es presa de sí misma (una de las pocas líneas obvias del guión) y de su ansia de perfección, el cisne negro que termina venciendo. La liberación es la destrucción. Cuando vemos a Natalie Portman en su abrigo rosa, presta a cruzar la calle y empezar la función, sabemos que no hay nada que pueda detenerla y deseo, llorosa, que hubiera habido algo que le diera una alternativa, algo que le hiciera ver los esplendores de la imperfección. Pero, por la misma razón de que no es víctima de ninguna circunstancia, las medianas alegrías tampoco le harán darse la vuelta. Es ella quien se ha llevado hasta allí. Ella es feliz, claro que sí, con esa felicidad lisa y orgullosa del asceta, esa felicidad irreal fruto del éxito absoluto. Después de bailar la Reina Cisne, Nina Sayers está vacía, destruida, flotando en su propio cielo del que ya nada la salvará.