( p a p e r b a c k w r i t e r )

viernes, 6 de agosto de 2010

Peregrinación (y II): la fe

Ya dije una vez que aquellos que nos dedicamos al estudio de idiomas extranjeros tenemos algo de escapistas. Con el vocabulario y la gramática nuevos se adquiere el pasaporte para conocer otro país y no hacerlo del todo como visitante. Se adquiere el derecho a la integración (en muchos casos, también desde el punto de vista legal). Aquellos a quienes la necesidad no obliga a aprender una lengua determinada elegimos fonética, cultura y lugar de destino; a veces, como es mi caso, la razones de la elección son sentimentales y viajar a la tierra de donde procede el idioma se convierte en una paregrinación. Una de las etiquetas de este blog es, simplemente, Alemania.
¿Por qué? La respuesta más corta y simple que se he podido formular es que en la historia alemana se encuentra lo mejor (la filosofía más crítica, de Kant a Habermas, pasando por Nietzsche y Marx; la literatura más desgarrada, de Goethe a Jelinek, pasando por Hesse; la industria más sólida, el Estado social más consciente) y lo peor (el nazismo y Auschwitz, juntos y separados, desde 1919 hasta 1945) de la cultura occidental. Es un país que aún respira el espíritu de Lutero y al mismo tiempo fue cuna del movimiento nudista; la tradición libertaria es tal, que Sally Bowles, en Cabaret, prefiere Berlín a la soñada América. Una cultura en la que el puritanismo abre paso a las vanguardias, artísticas y sociales. Un idioma que, partiendo de lexemas monosilábicos, permite su síntesis infinita en conceptos cada vez más complejos y aun así simples, pues son referidos mediante una sola palabra la cual, a su vez, es infinitamente analizable: un idioma que se desarrolla con el pensamiento de sus hablantes.
Sin embargo, este puñado de razones intelectuales no basta para explicar la fascinación vital, el anhelo de vivir en ese país a pesar de conocerlo, como quien dice, sólo de oídas. ¿Por qué?, le pregunté a M., mi compañera de habitación, brasileña ella, en Dresde. Ella también quiere irse a Alemania, y no por salir de Brasil. M. se encogió de hombros y dijo que nunca conseguía explicarlo, ni siquiera ante sí misma. Estábamos sentadas en un restaurante grande, decorado en tonos amarillos. La disposición de las mesas y unos sofás sabiamente distribuidos aseguraba la tranquilidad de los comensales y evitaba la sensación de abigarramiento; el personal, atento y discreto, nos dio a escoger entre interior o terraza, palabras que, por ceirto, pronuncié mal y que el camarero me corrigió sin perder discreción. ¿Café o cena? Café. En realidad, sólo queríamos tomar un trozo de tarta. Buscábamos una panadería casera, una de tantas, y aparecimos en un local con vistas sobre el Elba y el perfil de la ciudad. Una pareja cenaba con sus hijos (ellos, camisa clara y ellas, tacón); otros bebían vino. El entorno perfecto y exquisito para una pasión profunda: una novela de Thomas Mann. M. y yo, dos estudiantes, nos reímos mucho (en voz baja, para no llamar la atención) porque nos sentíamos bastante fuera de lugar. Procurábamos que la cucharilla no resonara al chocar contra el plato. Pensé que, tal vez, parte de la fascinación por Alemania sea también complejo de inferioridad. ¡Absurdo! El escalofrío que siento yo lo sienten muchos al caminar bajo el sol de La Mancha y acordarse de Cervantes, o al oír una guitarra al doblar las calles encaladas de Andalucía, o frente a la naturaleza intacta, ojalá, del Amazonas. M. o yo tantos motivos para caer rendidas ante Alemania como ante cualquiera de nuestras patrias. Desear Alemania no es la conclusión necesaria de un razonamiento cuidadoso, aunque tampoco parece que la elección sea fruto del azar. La respuesta que apunté al principio es, por supuesto, a posteriori; con todo, es innegable que algo de eso hay. Aun siendo responsable ese mundo cultural de gran parte de mi educación sentimental, me resisto a creer que la firme voluntad de vivir un tiempo allí se ancla únicamente en "lo intelectual", pues, como sabemos, la vida es algo muy distinto. La vida la tenemos, M. y yo, en nuestro país: nuestros amigos, la Universidad, el mundo laboral, incluso la temperatura y la luz. ¿Por qué quiero, al menos durante un tiempo, dejar todo eso y marcharme? ¿Acaso creo que será mejor? En el fondo, supongo que eso es lo que creo, y sin embargo no tengo ninguna razón para ello. ¿Por qué desear cambiar una vida buena por otra desconocida?
Al final, la única manera de averiguarlo es, cómo no, hacerlo. Vivir en Alemania.

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