( p a p e r b a c k w r i t e r )

sábado, 31 de julio de 2010

Peregrinación (I): en busca de la Historia

Aterricé hace casi 48 horas en el aeropuerto de Madrid-Barajas en un vuelo con parada en Múnich y procedente de Dresde, donde he vivido durante el último mes. 24 días yendo a clase de alemán, hablando con la gente en alemán, haciendo la compra en alemán, comiendo en alemán, paseando por las calles en alemán, esquivando bicis alemanas, visitando museos en alemán, cruzándome con alemanes, escudriñando cada detalle de la vida cotidiana que hiciera diferente Alemania de otro rincón cualquiera de Europa. Tras 24 días de vivir en Alemania, sueño largamente acariciado, lo que me queda es la voluntad de volver.
Dresde se encuentra en la región alemania de Sajonia, cerca ya de Bohemia y Silesia. Recurro a la nomenclatura de los tiempos del Kaiser porque, aun siendo Dresde inequívocamente alemana, posee rasgos que la acercan a Europa Oriental. Estoy pensando, concretamente, en la forma de vestir. La ropa es sencilla, austera; el capricho estético se manifiesta en un recogido elaborado. No se combinan los colores: la elegancia es monocromática, si es que cabe hablar de elegancia. Las formas son sueltas sin ser mojigatas, como si la ropa careciera de capacidad expresiva, como si la única función de las prendas fuera cubrir el cuerpo de la manera más simple posible. Podemos recordar que Sajonia fue la cuna de la Reforma y del rechazo a las pretensiones estéticas latinas, pero yo diría mejor que hace tan sólo 21 años que cayó el muro. Y es que en Alemania el dinero se dedica a otra cosa que los trapitos.
En Alemania, el dinero se dedica a la reconstrucción. No importa que el casco antiguo se pulverizara bajo los bombardeos ingleses, no importa que los escombros se extendieran por la llana Sajonia hasta donde alcanza la vista: hoy por hoy, Frauenkirche, Semperoper, Zwinger y catedral se levantan a orillas del Elba sólidos, magníficos, como si nunca hubiera sido de otro modo. Dresde es bella. Demasiado señorial para mi gusto, pero es bella. Edificios enormes flanquean calles anchísimas, y se respira una paz sólo rota por la conciencia de la Historia. Me es difícil, en Alemania, olvidar la Historia con mayúsculas. Cada construcción ha participado en ella de algún modo, y no es ningún secreto. Abundan placas y esculturas conmemorativas, nombres de plazas y calles, en un ejercicio de responsabilidad que demuestra que la memoria no es sinónimo de resentimiento. Quizá deberíamos tomar nota.
Por otro lado, algunos visitantes somos propensos a ver toda la película del siglo XX en cuanto ponemos un pie en tierra centroeuropea y, poseídos por la emoción, nos lanzamos a los mercadillos de segunda mano (Flohmärkte) con la esperanza de encontrar alguna reliquia, algún testigo material de los años 20, 30, 40, 50, 60. Por supuesto, nuestra esperanza se ve realizada. En los mercados de Dresde y Berlín es posible encontrar todo tipo de cacharrería de la época comunista, desde teléfonos y cámaras fotográficas hasta ropa, insignias o cuentos ilustrados (es costumbre en Alemania guardarlo todo, y gracias a ello los museos son una total inmersión en la vida cotidiana de la época). Al principio, contemplas emocionado esos objetos que tanto han vivido. Y luego... Luego recuerdas que tu patria también tiene historia, y que el teléfono de la casa de tu abuela ha visto unos años 60 y Transición y un 23-F, y que, ciertamente, no lo vas a conservar. Los alemanes están deseosos de desembarazarse de todos los trastos comunistas, y los turistas no disponen sólo de los Flohmärkte sino de toda una industria de la nostalgia que, entre bromas y veras, homenajea la RDA. ¿Quién la echa de menos? Visité un museo sobre la vida cotidiana en la RDA y, al entrar en una estancia que recreaba un salón de los años 70, recordé el film La vida de los otros e imaginé los micrófonos colocados bajo la mesa y detrás del aparador. Encontré paz en las calles de Dresde. En las bicicletas, en las parejas jóvenes que pasean con bebés, en las familias que se reúnen para hacer picnic en el parque los domingos, en la chica que a las 12 de la noche se sube sola al tranvía para volver a casa, en los mochileros que se quitan las sandalias para refrescarse en las fuentes de Albertplatz, en el vagabundo que recoge las botellas abandonadas para reciclarlas y ganarse el Pfand (dinero que te dan si llevas la botella a un contenedor especial), hallé seguridad y estabilidad, confianza y libertad que sin duda no proporciona un estado totalitario que espía a sus ciudadanos. Y por eso terminé boicoteando los "recuerdos" de hace más de treinta años.

2 comentarios:

  1. Ah, Ire, es una delicia leerte. Y es una delicia que consigas acercarme, si no es más que de forma leve y ligera, a una nube de vida diferente. He volado suavemente con tu prosa sobre las empedradas calles de Dresde...
    Bien Ire, bien.

    P.D. Soy Lau ;)

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  2. Gracias, Lau... Siempre son bienvenidos los halagos, y más de una casi periodista. De una casi periodista con muchas prácticas. De cuando en cuando me paso por Las persianas echadas, pero nada, no hay manera.
    Y no te agradecí tu crónica...

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