( p a p e r b a c k w r i t e r )

domingo, 18 de marzo de 2012

¡Y un bolso de regalo!


Aunque sienta debilidad por temas abstractos, tópicamente llamados intemporales, de vez en cuando está bien echar una canita al aire y comentar la actualidad. Así que, en esta mañana de domingo, recién duchada, con la pluma - el teclado - bien afilado, me dispongo a producir mi opinión sobre la modernada del mes. Me refiero, por supuesto, al tan denostado anuncio de Loewe.
No voy a templar gaitas, lo advierto. No creo que quepan matices en la posición ética (y aun estética) respecto al anuncio en cuestión. El tema de la publicidad es amplio e interesante, con implicaciones políticas de gran calado, pero no es eso de lo que estamos hablando. Tampoco se trata de la (ya) típica provocación antifeminista - mujeres encadenadas con joyas de lujo - o anticlerical - la icónica fotografía de Oliviero Toscani - o políticamente incorrecta - aquel anuncio de Rodilla sobre la vida rural, seis o siete años ha -. La primera diferencia es formal: Luis Venegas ha firmado un spot, no una imagen. Sostener la provocación durante 3 minutos y 27 segundos dota de solidez a la propuesta (solidez tal vez no pretendida, poco importa) dándonos así más razones para el escándalo. Hay más diferencias respecto a los otros escándalos ya mencionados y vamos a analizarlas. Si ellos se divierten paseándose con su Loewe, nosotros nos divertimos criticándoles, así que vamos a hacerlo bien.
Quiero aclarar ahora que las críticas no son, en ningún caso, a los actores, sino al papel que interpretan en el vídeo. No dudo de su capacidad de trabajo; les va a hacer falta para revertir la imagen de niños frívolos que han encarnado. El vídeo juega a confundir realidad y ficción, confusión que los allegados han tratado de resolver desesperada e ineficazmente. Demasiado tarde. A los ocho entrevistados se les ve demasiado cómodos en su papel, lo hacen demasiado bien, y una vez nos han convencido de lo espontáneos y naturales que son es difícil pensar que han seguido un método, el Stanislavski. En fin, el vídeo también funciona (no tan bien, sin embargo) si se considera que los protagonistas son unos hipotéticos niños bien que recuerdan el abrigo Loewe de la abuela siendo interpretados por jóvenes profesionales.
Lo más evidente es el hedonismo frívolo que tiñe palabras y looks de los herederos. La primera pregunta es, entonces, a quién se dirige el bendito spot. Aquellos que admiren los cortes de pelo de los mozuelos no podrán permitirse el bolsito, y los que sí puedan comprarlo no lo harán hasta que el dependiente les explique por qué esa chiquita lleva las mechas al revés. ¿Sí? ¿Seguro? ¿Es tan moderno el anuncio? La realización es poco original, con alguna ocurrencia, pero más bien plana. Las frases pronunciadas son paródicas, puro trash publicitario: ni explícitas como en el marketing antiguo, ni minimalistas y resultonas como el contemporáneo. Quizá, vistas con ojos de abuela, resulten simpáticas. Entrañables. Loewe está mimando a la abuela rica: qué monos sus nietos, señora, qué bonito el bolso.
Y es que, como todo el mundo sabe, hay que tener cuidado con lo que se le dice a la gente mayor. Ya se sabe que España ha cambiado mucho, y que lo que para muchos veinteañeros capitalinos es normal, para un anciano de la misma ciudad y clase social puede ser inconcebible: por ejemplo, la homosexualidad. En el ámbito de la moda, diseño y artes visuales el asunto está plenamente normalizado; de hecho, en ese mundo se da un alto porcentaje de varones que se declaran homo o bisexuales. Más allá del tópico, no hay más que asomarse para constatarlo. Por eso me llama tanto la atención que el petimetre que habla de ligar sea el que nos ha dejado clara su orientación sexual con ese aserto tan de caballero español: "Lo mejor de España son las españolas". Mucho amor y muchas mariposas, pero aquí los besos son entre chico y chica. Para ser tan moderno, el anuncio pasa de puntillas sobre temas comunes entre los jóvenes de clase media-alta como el mariconeo o el mariliendrismo. Ah, pero es que a lo mejor a la abuela no le gusta. No hay que incomodar a nuestros mayores.
¡Era esto! ¡El anuncio es un recuerdo de familia, el vídeo que se pone en el cumpleaños de la tía nonagenaria! Algo habíamos oído. El carácter autocelebratorio del vídeo, estar destinado a un "uso privado" por los patricios, es lo que le diferencia de la publicidad convencional. Entonces, si es algo privado, que no lo cuelguen en Internet. No en Youtube, por favor, que los trapos sucios se lavan en casa. ¿O quieren que sepamos qué hacen, cómo viven, cómo se relacionan, cómo se gastan el dinero? ¿Quieren que sepamos que sus abuelas ya compraban Loewe? ¿No le es bastante a Loewe con ser una marca de lujo, necesita que nosotros, los que nunca nos podremos permitir uno de sus productos, soportemos una sarta de tonterías puestas en bocas bonitas? ¿Necesita recordarnos que mientras unos son mirados, nosotros miramos? ¿Que Loewe se anuncia mientras nosotros vivimos bajo la amenaza del mileurismo? Parece que sí, que lo necesita. Llamadme moralista y tradicional, pero a mí todo esto me suena a pecado de soberbia, y me gustaría saber qué dirían los expertos en Sagrada Doctrina al respecto. O, visto lo visto, mejor no, que incluso para pecar siempre ha habido clases.
En conclusión, esta vez les hemos pillado. Se han delatado. El vídeo nos escandaliza pero ha tenido la utilidad de agitar lo que (en otra vida, en otro mundo) puede ser llamado conciencia social. No está mal, señora; y con un bolso de regalo.

sábado, 21 de enero de 2012

Savoir faire

En su primer novelón, retrato de familia de la sociedad alemana del diecinueve, Thomas Mann hace morir a Thomas Buddenbrook mientras describe su rostro petrificado, como de máscara. El cónsul Thomas Buddenbrook ha sido joven aplicado, exitoso comerciante, marido cumplidor y uno de los hijos más destacados de la ciudad de Lübeck. Ha sabido distinguir la diplomacia de la adulación, algo crucial para ganarse el respeto de una sociedad reformista como la hanseática; Buddenbrook ha empleado, por supuesto, la primera de las estrategias. Mann demuestra bien cómo, para concitar el favor de nuestros contemporáneos, conviene atenerse exquisitamente a lo convencional dejando de cuando en cuando un toque de excentricidad, lo justo para que parezcamos auténticos en nuestro saber estar. Buddenbrook posee visión comercial e inquietudes artísticas, y eso satisface las necesidades materiales y sentimentales del capitalismo, aún adolescente, de la época.

Mann analiza con lucidez el proceso de construcción del cónsul Buddenbrook. Es un personaje que siempre hace, con kantiano instinto, lo que hay que hacer. La madurez le afina el olfato: su matrimonio con Gerda, pelirroja, holandesa y violinista, sigue los cánones del amor romántico y la operación publicitaria. Thomas descubre en sus conciudadanos sus propios deseos ocultos, y los cumple con delicadeza, sin ponerlos en evidencia. Todos querrían a Gerda como esposa, pero ninguno se hubiera atrevido a casarse con ella. La imagen que proyecta Thomas se integra perfectamente en el imaginario social sin dejar de parecer sincera, y esa es la clave de su éxito.

Y no sólo es que parezca sincera, es que lo es. El mimo con el que Thomas dice una palabra amable a los transeúntes, mantiene una conversación sencilla con el barbero o atiende a su suegro no puede ser producto más que de una apasionada vocación por el ser público. Si convence a todos es porque el carácter que ofrece a cada uno de ellos no es en ningún caso falaz. No hay una represión concreta, no oculta sus debilidades: las trabaja como signo de humildad. El cónsul no tiene dos caras; él ha aprendido el más genuino saber estar. Thomas Buddenbrook sabe darle a cada uno lo que necesita, y sabe qué necesita su propio nombre, el de Buddenbrook, en cada caso. Cultiva a todo el mundo para cultivarse a sí mismo: he aquí un arte político, el savoir faire.

Político, y no estético. La novela no evita pensar que una máscara, por bien se amolde al rostro real, siempre será una máscara (éste fue, por lo visto, un trauma subterráneo de Thomas Mann). Verterse a uno mismo en arquetipos adecuados – el buen hijo, el comerciante inteligente, el patrón accesible, el ciudadano consciente, el yerno considerado, el padre fuerte, el hermano generoso, y un largo etcétera – sin perder la consistencia íntima que proporciona el sabor de autenticidad a cada una de las imágenes, compaginar ambas lealtades, en fin, exige un esfuerzo continuo. Es preciso levantar una personalidad coherente, sin caprichos ni repentinos devenires, sin permiso para sorprenderse a uno mismo. Hay que mantener una personalidad fuerte – un relato biográfico – en la que colgar los arquetipos como de las ramas de un árbol. Pero todos los relatos biográficos son ficticios: la vida interior (insisto, desordenada) es sustituida por la máscara.

Podría pensarse que también es éste el destino del artista, cuando el paso es justo el inverso. El artista elabora su obra hacia adentro. Mann escribe Los Buddenbrook buscando entre sus recuerdos de infancia, y dibuja a Thomas ahondando en su propia dicotomía entre lo que se es y lo que se muestra. La marca del arte es la originalidad, y la obra de arte obtiene su ser único de la intimidad del artista. Thomas Mann llevó la vida que se esperaba de él: trabajó, se casó, en fin. Sin embargo, son sus dudas, sus temores, la secreta y terrible aprehensión de lo que se da en llamar “naturaleza humana” la sociedad lo que da forma a sus Los Buddenbrook o Muerte en Venecia. Igual que su tocayo Buddenbrook, conoce muy bien a sus contemporáneos; a diferencia de él, este conocimiento es materia de creación, y no un medio de seducción y poder político.

Desde cierto punto de vista, ni Buddenbrook ni Mann fueron sinceros. El segundo, quizá, un poco más, al condensar en sucesivos relatos “ficticios” su intimidad. Pero, ¿por qué creer en la sinceridad absoluta? ¿Por qué exponer continuamente retazos de un yo incomprensible? Mann supo desplegarse a sí mismo, un escritor de profundidad, en la literatura; Buddenbrook deslumbró a todo Lübeck durante años sin ser un farsante. De ninguno de los dos cabe decir que se traicionaran a sí mismos, porque, como todos sabemos, para vivir con los demás tenemos que resumirnos, simplificarnos en una forma más o menos elegida. Presentar un rostro reconocible, que no sea exactamente el desnudo – la carne palpita, se deforma o se corrompe – y que a pesar de todo identifiquemos como propio, es, como la novela o la diplomacia, un arte de madurez. Al final, lo difícil es tallar una máscara que se nos parezca.

martes, 3 de enero de 2012

Joyitas del año (II): 10+9

Como cada diciembre y enero, aficionados y expertos de todas las disciplinas insisten en hacer una lista de los 10 mejores objetos (películas, canciones, goles, lapsus de políticos) del año transcurrido dentro de cualquier categoría. Suelo resistirme, ya que elaborar un top exige un compromiso que me incomoda. Temo que dentro de quince años, cuando la película hoy de moda resulte ridícula, alguien me recuerde que yo la incluí en una de estas listas, y pretenda que o bien me desdiga o bien defienda lo indefendible. A las listas las carga el diablo, en más de un sentido. Sin embargo, voy a asumir un riesgo mínimo eligiendo mis 10 (o más) canciones del año. De nuevo, canciones de todos los tiempos y géneros; de nuevo un recorrido sentimental. No es una apuesta argumentativa, sino un catálogo de filias de 2011.

10. Ojos verdes (Miguel de Molina, 1937)
Calificarlo de capricho del año sería mentir. Empezó, es cierto, como un detalle kitsch en mi iPod, un recuerdo de España para un julio en Alemania. Luego me propuse (y conseguí) aprenderme la letra de memoria: un detalle kitsch para una fiesta universitaria. "Serrana, pa' un vestío yo te quiero regalar/ me dijiste estás cumplío, no me tiene' que dar ná". He aquí una copla con clase. Tenemos todo el orgulloso desgarro de cualquier diva, que va desde Scarlett O'Hara a Lady Gaga pasando por Miguel de Molina. Trataría de convencer a los escépticos reivindicando cierta interpretación feminista de la letra, pero llevar a cabo la hermenéutica de los versos de no es hacerles justicia. Al igual que en el melodrama, o se aceptan los códigos o no se aceptan. O cantas o no; y yo, canto.



9. Minnie The Moocher (Cab Calloway, 1931)
Boquillas de marfil, tocados de plumas, petaca en el liguero, borsalinos, minúsculas pistolas que provocan desgraciados accidentes. Sí, he visto demasiadas películas de gángsters. La trompeta de la orquesta de Calloway es, dentro de esta imagen, un detalle de autenticidad: lo más tangible de la vaporosa idealización del charlestón. Fue entonces cuando los blancos comenzaron a fijarse en el ritmo infeccioso de la música africana. Mientras los dólares se hinchaban y encogían, mientras el whisky no se compraba pero sí se bebía, el jazz emergía como producto alquímico en antros llenos de humo. Minnie The Moocher es sólo un resto del proceso, y, aunque puede escucharse evocando, románticamente, tiempos difíciles que nunca conoceremos, la música mantiene su frescura intacta: evasión de ayer y de hoy.

8. Periodically Double Or Triple (Yo La Tengo, 2009)
¡Vaya, estamos en el s. XXI! Yo también me sorprendo. La voz aterciopelada de Ira Kaplan (corregidme si me equivoco) se conjuga con un compás marcado, de danza. No es exactamente una canción bailable; diría, que es indescriptible, que es música y no palabras. La música es lo que habla esta vez, y la melodía proporciona el matiz y el ambiente. Son 3 minutos y 58 segundos de baile, o más bien una caricia. El tiempo suficiente para que la canción nos seduzca... ¿El tiempo suficiente para seducir nosotros a la voz de Ira Kaplan? Lo interesante de un baile es el juego de pasos entre dos o más cuerpos, y lo bueno de esta canción es que parece invitarnos a jugar. En fin, no me hagáis caso, y dadle al botón play.

7. Tu nombre me sabe a hierba (Joan Manuel Serrat, 1969)
Fui, lo reconozco, una niña rancia. Concha Piquer me parecía vanidosa; Carlos Cano, vulgar, y Joan Manuel Serrat, un cursi (sólo Sabina me cayó en gracia desde el principio, creo que por una canción muy simpática sobre pisar el acelerador). Doce años después, durante un silencioso verano en La Mancha, entendí todo. Y es que sí, si por emocionante entendemos cursi, Serrat será cursi: un cursi por supervivencia. Hoy lo describiré como honesto. Las letras de Serrat tienen la extraña cualidad de ser bellas y parecer sinceras, de ser perfectas y parecer imperfectas, normales; a veces, de parecer tristes y ser alegres. Creo que para entender a Serrat hace falta saber disfrutar de la vida. Y eso no está al alcance de los niños rancios.

6. The Night Before (The Beatles, 1965)
Cuantas más veces se escuche Help!, mejor es. Milagros de los Fab Four. The Night Before puede ser un rompepistas en una reunión universitaria, pero tiene una madurez que ya quisieran para sí temas más ambiciosos. La letra es sencilla y trata un asunto dolorosamente simple: el chico que nos hizo caso el sábado pasado nos ignora en la fiesta de hoy. No sé quien sería la musa que inspiró la canción, pero no parece haber pasado a la posteridad. Del mismo modo, después de bailar con Paul McCartney, olvidamos al chico de la última fiesta. Encontraremos a alguno con el flequillo más molón o la americana más bonita o un movimiento más elegante. Y si no, pues hemos escuchado a los Beatles, y eso es un quitapenas universal.

5. Obertura a Tristan und Isolde (Richard Wagner, 1865)
Si algo tienen en común las diez piezas del top es su capacidad para hacerme oír lo que yo no consigo verbalizar. Este hiato, que trato de salvar con estas líneas, es especialmente insalvable con Wagner. Y no por casualidad. Nietzsche y Wagner, cada uno en su esquina del ring, diagnosticaron las taras del arte occidental, tan lógico y decadente como demostró la novela decimonónica. Tristan und Isolde fue concebida como el arte total, la reunión de lo apolíneo y lo dionisiaco después del milenario triunfo de Apolo, tan lógico y tan decadente en comparación con el vital y rítmico Dionisos. No es casualidad que el danés Lars von Trier haya escogido, en medio de su visceral depresión, esta música como banda sonora del fin del mundo. Lars von Trier lleva más de veinte años huyendo de la palabra, tratando de purificar el cine, porque él también cree que Occidente lleva enfermo dos milenios y que como no sabemos vivir nos matará Melancolía. Él también quiere el arte total, empezando esta vez por la belleza ígnea de sus imágenes. Quizá por eso haya vuelto a Wagner, y a Nietzsche, y quizá no esté dispuesto a admitir esto cuando el fin de mundo se cierne sobre nosotros. Porque de lo que no se puede hablar, es mejor callar.

4. Don't Bring Me Down (Electric Light Orchestra, 1979)
Ahora sí, señores, salgan, levanten los brazos, meneen la cabeza, agiten las caderas. ¿Belleza? ¿Verdad? ¿Bien? ¿De qué me hablas? Es 1979 y no importa nada, como al terminar una época de exámenes, para entendernos. Somos jóvenes, hay tiempo de sobra. Hablaba de evasión en el #9, y esta canción de la Electric Light Orchestra (que había sabido ser mucho más trascendente) es la evasión hecha oficio. La fiesta como profesión. Es un hit impecable, definitivo, una canción que lleva a la discoteca al abstemio y al resacoso, una canción que puedan bailar la atleta y el colocado. Cada vez que suena, la realidad entra en un paréntesis, como en el número de un musical; nuestro comportamiento cambia y como mínimo tenemos que llevar el ritmo con el pie, si es que es imposible desmelenarse más. Y así funciona la cosa, treinta años después: adiós contexto histórico, adiós explicación musical. Puro hedonismo.

3. Temptation (New Order, 1982)
Tres años más tarde, todo era más intrascendente... Si cabe. Las sustancias psicoactivas fluyeron de boca a boca, de boca a oreja, de mano en mano, y supongo que todos bailaban balanceándose con languidez. Pero ya nadie se creía nada salvo el placer y la tentación. En los setenta, dicen algunos, se quería cambiar el mundo; en cambio, no me imagino a nadie hablando en La Hacienda de Manchester. Cada vez resulta más vacuo hablar y más útil bailar. La cuestión ha pasado a ser oh you've got blue eyes, oh you've got green eyes, oh you've got grey eyes, una mera descripción, puesto que el color de ojos no supone mucha diferencia para que éstos nos tienten. Ah, la tentación, la hipnótica tentación. Si algo nos tienta, nos fascina; nos obsesiona. Desde hace un mes, escucho todos los días New Order, sobria, delante del ordenador: tal es su poder. A veces me pregunto qué oigo en ellos, yo, que nací después del SIDA y Margaret Thatcher. Como no lo he averiguado, se merece un honroso #3.

2. Gorgeous (Kanye West, 2010)
Segundo viaje temporal al presente. Una canción del s. XXI que no se enmarca en ningún revival. Hace honor al título del CD, My Beautiful Dark Twisted Fantasy, cumpliendo con los tres adjetivos. Es bella, oscura y retorcida, y de manera adulta, agradablemente adulta. Los acordes encajan sin alharacas, con naturalidad, como si estas melodías turbias fueran normales. Diría que lo son. My Beautiful Dark Twisted Fantasy maravilla porque descubrimos que su fantasía también es la nuestra. He descubierto que me gusta el hip-hop, o lo que quiera que sea esto compuesto entre porno y cocaína. Descubrirse a uno mismo oscuro y retorcido, o escuchar melodías turbias sin bajar el volumen, son signos de joven adulto responsable. Las letras de West evitan, tercas ellas, el eufemismo; de manera análoga, hay que reconocer la sabiduría y el talento donde lo hay. Dejaos llevar. Esto es hermoso y maldito, esto es música, y el mundo del que habla esta canción existe por mucho que llevemos años sin mirarlo.

1. Try (Just A Little Bit Harder) (Janis Joplin, 1969)
Oro para Janis. No sé por dónde empezar. Siento una debilidad innata por el blues. Joplin añade deseo y resta resignación. Su música resulta un aullido expresivo, a diferencia del carácter ambiental de músicas más antiguas. Es ella, la persona Janis, la que se está rompiendo en cada nota. El misterio es cómo consigue respetar tanto la música cuando su interpretación se debe a ella; imagino que eso es instinto musical, "llevarlo en la sangre", esas cosas que les pasan a algunos. Es un misterio, por otra parte, por qué si la que se desgarra es ella me duele a mí la garganta. Cierro los ojos y asiento. Dice cosas tan fáciles, "inténtalo otra vez", que sólo tienen sentido en su voz... Me desgañito, y así encuentro el sentido otra vez. Just a little bit harder, sólo un poco más. Y es verdad. Ella, en su arrojo, no puede decir más que la verdad, no puede hacer más que cantar. Sabe que aunque esté haciendo el amor a 25 000 personas se volverá sola a casa, y sabe que justo por eso tiene sentido cantar y rasgar brevemente el telón que separa artista de público. Es el artista, ella, la que puede atravesar la brecha y hacer que el clímax musical colectivo sea más verdadero que el silencio, o la orgía más verdadera que la soledad, durante un instante. Aunque sea difícil pensarlo, sólo vale la pena intentar hacerlo. No sé si me explico.