( p a p e r b a c k w r i t e r )

sábado, 21 de enero de 2012

Savoir faire

En su primer novelón, retrato de familia de la sociedad alemana del diecinueve, Thomas Mann hace morir a Thomas Buddenbrook mientras describe su rostro petrificado, como de máscara. El cónsul Thomas Buddenbrook ha sido joven aplicado, exitoso comerciante, marido cumplidor y uno de los hijos más destacados de la ciudad de Lübeck. Ha sabido distinguir la diplomacia de la adulación, algo crucial para ganarse el respeto de una sociedad reformista como la hanseática; Buddenbrook ha empleado, por supuesto, la primera de las estrategias. Mann demuestra bien cómo, para concitar el favor de nuestros contemporáneos, conviene atenerse exquisitamente a lo convencional dejando de cuando en cuando un toque de excentricidad, lo justo para que parezcamos auténticos en nuestro saber estar. Buddenbrook posee visión comercial e inquietudes artísticas, y eso satisface las necesidades materiales y sentimentales del capitalismo, aún adolescente, de la época.

Mann analiza con lucidez el proceso de construcción del cónsul Buddenbrook. Es un personaje que siempre hace, con kantiano instinto, lo que hay que hacer. La madurez le afina el olfato: su matrimonio con Gerda, pelirroja, holandesa y violinista, sigue los cánones del amor romántico y la operación publicitaria. Thomas descubre en sus conciudadanos sus propios deseos ocultos, y los cumple con delicadeza, sin ponerlos en evidencia. Todos querrían a Gerda como esposa, pero ninguno se hubiera atrevido a casarse con ella. La imagen que proyecta Thomas se integra perfectamente en el imaginario social sin dejar de parecer sincera, y esa es la clave de su éxito.

Y no sólo es que parezca sincera, es que lo es. El mimo con el que Thomas dice una palabra amable a los transeúntes, mantiene una conversación sencilla con el barbero o atiende a su suegro no puede ser producto más que de una apasionada vocación por el ser público. Si convence a todos es porque el carácter que ofrece a cada uno de ellos no es en ningún caso falaz. No hay una represión concreta, no oculta sus debilidades: las trabaja como signo de humildad. El cónsul no tiene dos caras; él ha aprendido el más genuino saber estar. Thomas Buddenbrook sabe darle a cada uno lo que necesita, y sabe qué necesita su propio nombre, el de Buddenbrook, en cada caso. Cultiva a todo el mundo para cultivarse a sí mismo: he aquí un arte político, el savoir faire.

Político, y no estético. La novela no evita pensar que una máscara, por bien se amolde al rostro real, siempre será una máscara (éste fue, por lo visto, un trauma subterráneo de Thomas Mann). Verterse a uno mismo en arquetipos adecuados – el buen hijo, el comerciante inteligente, el patrón accesible, el ciudadano consciente, el yerno considerado, el padre fuerte, el hermano generoso, y un largo etcétera – sin perder la consistencia íntima que proporciona el sabor de autenticidad a cada una de las imágenes, compaginar ambas lealtades, en fin, exige un esfuerzo continuo. Es preciso levantar una personalidad coherente, sin caprichos ni repentinos devenires, sin permiso para sorprenderse a uno mismo. Hay que mantener una personalidad fuerte – un relato biográfico – en la que colgar los arquetipos como de las ramas de un árbol. Pero todos los relatos biográficos son ficticios: la vida interior (insisto, desordenada) es sustituida por la máscara.

Podría pensarse que también es éste el destino del artista, cuando el paso es justo el inverso. El artista elabora su obra hacia adentro. Mann escribe Los Buddenbrook buscando entre sus recuerdos de infancia, y dibuja a Thomas ahondando en su propia dicotomía entre lo que se es y lo que se muestra. La marca del arte es la originalidad, y la obra de arte obtiene su ser único de la intimidad del artista. Thomas Mann llevó la vida que se esperaba de él: trabajó, se casó, en fin. Sin embargo, son sus dudas, sus temores, la secreta y terrible aprehensión de lo que se da en llamar “naturaleza humana” la sociedad lo que da forma a sus Los Buddenbrook o Muerte en Venecia. Igual que su tocayo Buddenbrook, conoce muy bien a sus contemporáneos; a diferencia de él, este conocimiento es materia de creación, y no un medio de seducción y poder político.

Desde cierto punto de vista, ni Buddenbrook ni Mann fueron sinceros. El segundo, quizá, un poco más, al condensar en sucesivos relatos “ficticios” su intimidad. Pero, ¿por qué creer en la sinceridad absoluta? ¿Por qué exponer continuamente retazos de un yo incomprensible? Mann supo desplegarse a sí mismo, un escritor de profundidad, en la literatura; Buddenbrook deslumbró a todo Lübeck durante años sin ser un farsante. De ninguno de los dos cabe decir que se traicionaran a sí mismos, porque, como todos sabemos, para vivir con los demás tenemos que resumirnos, simplificarnos en una forma más o menos elegida. Presentar un rostro reconocible, que no sea exactamente el desnudo – la carne palpita, se deforma o se corrompe – y que a pesar de todo identifiquemos como propio, es, como la novela o la diplomacia, un arte de madurez. Al final, lo difícil es tallar una máscara que se nos parezca.

1 comentario:

  1. No se si conoces los diarios de Susan Sontag de los que hay publicado solo un tomo que abarca de desde los 15 años a los ventitantos. Susan a los quince no era exactamente una niña sino un ser deseante e incompleto con un fascinante apetito faústico y una inteligencia prodigiosa. Quería saberlo todo pero también vivirlo todo. No tengo el libro a mano pero escribía en algún lugar sobre las mascaras. No solo la máscara como un mecanismo para ocultarse sino también como una construcción para ser el que uno quiere ser. La mascara que construimos para utilizarla de molde, de estímulo, de huida de lo que no siempre somos porque sintamos que lo somos y nos atrapa. La máscara como una lanza que rompe nuestros techos de cristal que abre paso a lo que ni siquiera sabemos que deseamos.
    Lo he recordado mientras leía tu texto, un texto simplemente maravilloso.

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