( p a p e r b a c k w r i t e r )

domingo, 11 de abril de 2010

Reflexiones metropolitanas al ver a la gente pasar

Por fin hace sol en Madrid. Por fin las sombrillas de las terrazas no sirven para resguardarse de la lluvia. Por fin puedo prescindir de las botas de piel sin que se me congelen los dedos de los pies. Por fin he encontrado las gafas de sol. Por fin se nos ha quitado el mudo gesto de desconcierto ante la tristeza, inexplicable, de las tardes de noviembre. Por fin se vacían las aulas: en el parque del Paraninfo, entre Filosofía y Biología, nos han crecido unos estudiantes provistos de cerveza, amor y cariocas. Por fin las calles de Madrid pueden calmar al más nervioso, ya que (por fin) se ha marchado el viento afilado que siempre se hace eco de nuestras paranoias. Por fin se puede pasear.
Como veis, en Ciudad Universitaria no tenemos ni trabajadores ni parados. Se trata de un barrio residencial sin niños, sin abuelos, de población inigualablemente homogénea cuyos ejemplares son difíciles de distinguir unos de otros. Chiquitas de largos cabellos y finas piernas, mozos bien plantados con un polo blanco (o rosa, los más atrevidos) de marca. Vivimos en un paraíso inventado y reinventado durante dos mil años por nuestros abuelos los griegos y nuestros padres los monjes: un lugar donde los jóvenes aprenden y experimentan, estudiando y entablando amistades estimulantes a nivel intelectual y emocional. Aquí nunca pasa nada, por lo que tenemos la sensación de que pasa todo. Cenar con un poeta o un político es comulgar con la trascendencia hacia la que, a paso lento pero seguro, nos encaminamos. Somos el sueño de la razón.
Y precisamente desde este templo del saber oís vosotros nuestras voces. ¡Las voces de los jóvenes, las voces del futuro! Lo tenemos todo. No hay nada que nos estorbe; elegimos todos y cada uno de nuestros problemas. Miramos a mayo del 68 para repetir sus consignas en las manifestaciones contra Bolonia, nos vanagloriamos de nuestra liberta. Pertenecemos a la generación que ha recibido como don de nacimiento un país roto, pero remendado con cuidado y tesón. Tenemos el derecho de expresarnos, quién lo duda, y así lo hacemos. Vaya que sí. Comprobadlo vosotros mismos.

"No nos cabe en la cabeza que los colegios mayores sean mixtos"
Agresión al rector de la Complutense, Carlos Berzosa

Al menos brilla el sol en Madrid y he conseguido escribir unas líneas. Como hace buen tiempo, saldremos a comer al patio, y alguien dirá algo divertido y algunos, animados por el solecito, jugarán al baloncesto mientras otros nos sacamos un libro. Dentro de unos meses, yo ya no estaré aquí y tendré que cuidar de mí misma, pero cada primavera recordaré que el tiempo está para vivirlo con honestidad y sin remilgos, y creo que eso es precisamente lo que he aprendido aquí, en Ciudad Universitaria.

jueves, 25 de febrero de 2010

Hastío y evasión

Hoy es uno de esos días en los que me quiero comer el mundo y el tiempo no acompaña. El cine es caro, los bares están lejos, llevo todo el día fuera de casa y no me apetece abrir un libro, he intentado por enésima vez utilizar el megaupload para atiborrarme a series y no funciona, Sonia ha vuelto a poner espaguetis a la boloñesa y no ha estado inspirada con la ensalada. ¡Horror! Vaya, me he dicho mientras subía la cuesta de Ramiro de Maeztu, volviendo de la facultad, vaya, parece que tengo ganas de sentarme a escribir. Pero no es tan fácil, no... Porque si me da pereza sumergirme en el relato maravilloso de Dickens, qué me dará el desenvolvérmelas con personajes desconocidos e intrascendentes como aquellos que trato de imaginar. Así que tampoco hoy es día de trabajar.
Bueno, vale, trabajaré un poquito. Una entradita para David Lynch, va, que ya van quince días desde que vi Mulholland Drive y casi tres semanas desde Terciopelo Azul. Venga, aunque la octavilla de la Filmoteca diga que el lenguaje de Mr. Lynch es irreductible a la literatura, puramente cinematográfico, y sus historias indiscernibles de la película que las cuenta. Que no se diga que no se puede hablar del cine de David Lynch.
¿Qué me gusta de estas dos películas de Lynch? La fascinación que ejercen sobre mí. Las imágenes pueden ser horrendas, turbadoras, excesivas, pero no apartaré jamás los ojos de la pantalla: no importa lo que esté ocurriendo (lo que se le esté ocurriendo a Mr Lynch) que yo preferiré seguirlo a volver al mundo de los vivos. Lynch es un experto en esta clase de dilemas. En Terciopelo Azul, Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan antes de pervertirse en Sex and the City) es obligado a elegir entre la realidad más artificiosa y su reverso, un submundo de brutalidad y decadencia que es también descaradamente estético. De día vemos a los guapos adolescentes, el color pastel del batido de fresa; de noche, la decadencia del terciopelo, el rojo de los labios de Isabella Rossellini, el sexo simple y retorcido de Frank Booth. Jeffrey es feliz al compaginar la rubia frescura de Sandy Williams (Laura Dern, supongo que llamada Sandy por aquella otra Sandy de 1978) con la mirada enturbiada de Dorothy Vallens. Durante toda la película Jeffrey parece jugar, pero nada más lejos de la verdad porque para él todo es real. Al elegir (igual que nosotros elegimos acabar la película y retomar nuestra particular rutina), se escapa de una buena, pero Lynch sabe lo que se está perdiendo. Si pudiera, Lynch se quedaría con el terciopelo azul y filmaría eternamente una película inacabada.
Su cinefilia (su adicción) llega al paroxismo en Mulholland Drive. En Terciopelo Azul violaba sistemáticamente los códigos hollywoodenses, como si un Buñuel tuerto mirara el cine negro, las películas de instituto y el melodrama (disculpas por el retruécano, era demasiado fácil). En Mulholland Drive la apropiación es explícita y la ambigüedad entre realidad y ficción, cine y sueño es aún más radical. Ya no es un subtexto, sino la materia misma de la historia. No quisiera discutir ahora la verdadera identidad de Diane Selwyn (¿Naomi Watts?) ni conjeturar sobre el orden de las piezas del guión. La película impacta porque construye sus propias reglas, unas reglas asombrosamente fatales, si bien distintas de las que imperan al otro lado de la pantalla. Sentimos que el desconcierto de Diane Selwyn es el nuestro, claro: pero también compartimos su desamparo. Ella, en un mundo tan alucinado, padece ira y amor y está sujeta a un Destino de la misma manera que nosotros, zarandeados por una vida que no por tangible es menos inescrutable. Es posible que el mundo de Lynch sea lisérgico, sí. El mérito está en que sus viajes tienen tanta coherencia como nuestras desventuras. Lo demás es estética.
(Pero ésa es otra historia.)

martes, 2 de febrero de 2010

Mi evangelio pop

Todos los años llega el día en el que rebuscas en la estantería o en el iPod y, sin mucha intención, eliges un disco de los Beatles. Siempre has sabido que eran buenos, que son buenos, pero, ¡psé!, como que los recordabas un poco sosos. Demasiado pop. Y es entonces cuando una canción, una que te había pasado desapercibida u otra cuyos acordes habías olvidado, te encaja. Surge de los auriculares y se enreda en tus pensamientos, en tus sueños, incluso dirías que la calle se mueve al ritmo de la música. La música se desliza de tal manera en la realidad que parece que es su causa, o su explicación, y entonces aprecias a los viejos John, George, Paul y Ringo como si fueran las personas más sabias del mundo.
Esta vez me ha tocado redescubrir All You Need Is Love. Reconozco que pertenece al grupo de las famosas, ésas que aparecen en el disco de números uno, y que eso le quita encanto. Para colmo, el título es tan relamido que es imposible citarlo sin superar cierto escrúpulo moral o excusarlo de alguna forma: eran los 60, los hippies, el marketing, lo que importa es la música...
A los diez años, cuando escuché la pieza por primera vez, el titulillo me pareció una soberana ridiculez, porque el amor, en la infancia, es una palabra sin significado. O bien lo disfrutas y es obvio, o bien te lo niegan y es irreal. Me quedé con las sorprendentes trompetas, tan ufanas con su proclama ética de amor universal. Años después, cuando llegaron la adolescencia y los chicos y el amor pasó a ser un concepto discutible y (sobre todo) un objeto de deseo, la canción se me antojaba una mala broma. El estribillo se repetía en mi cerebro con la obstinación de las verdades dolorosas, las trompetas representaban las risas de los amantes afortunados.
Por suerte, soy menos melodramática hoy que entonces, y ya no imagino conspiraciones detrás de una frase que, probablemente, se le ocurrió a alguien en un submarino (y no precisamente de guerra). La he cantado con amigos cambiando ciertas palabras por otras, la he puesto a todo volumen mientras me duchaba, en fin, la he sometido al mismo proceso de degradación que a toda la música que me gusta. Y, por fin, el otro día, se me ocurrió una idea que vengaba todos mis sufrimientos de quinceañera. ¿Y si lo que necesitas no es ser amado, sino amar? Amar en el sentido honesto del término, esto es, la experiencia de un sentimiento verdadero de generosidad y entrega, exige un grado de madurez que no todos tenemos. Es fácil confundir el amor con posesión o con necesidad, arrimándolo a metáforas económicas que empobrecen una emoción: al cargar el significado de "amor" en su elemento de apego a la segunda persona, despreciamos otros aspectos. Necesidad o posesión (aún más) remiten a una relación de poder. Y eso ya lo criticamos el otro día, así que no me voy a repetir. Necesidad y posesión son más sensaciones que sentimientos completos, y el amor... El amor merecería ir acompañado de la capacidad de conocer y perdonar. Necesitamos amar como superación de la mezquindad a la que nos vamos acostumbrando. Y eso se aprende, ¿o se recibe? ¿Qué dices tú, San Agustin?

lunes, 18 de enero de 2010

El poder del amor

Yo quería ir al cine el viernes pasado, pero una estudiante tiene que ahorrar y además, bien lo sabemos, en enero no sobra precisamente el tiempo. Yo quería ver la recién estrenada La cinta blanca, de Michael Haneke (de la que ya tocará hablar), así que me fui a la biblioteca y saqué La pianista para calmar mi gula por historias turbulentas que se esconden tras imperturbables imágenes.
No la había visto, pero sí que leí el libro de Elfriede Jelinek, y por eso no me sorprendieron demasiado los “platos fuertes” de la película, ya sabéis, el peep-show, las cuchillas, el vaso roto, en fin. Muy buena adaptación, por cierto. No sé si Jelinek se pronunció sobre el film; a mi juicio, el estilo seco de su prosa se refleja muy bien en la manera de narrar de Haneke, y el espíritu más amargo que irónico se respira igual en ambas obras. Cruel Austria, qué sucederá en sus casas para que se quejen tanto sus hijos…
Volviendo a la patética historia de Erika Kohut, decía que recordaba tanto su represión como su masoquismo. También recordaba a la madre castradora y al bello y finalmente tarado Walter Klemmer. Erika Kohut inspira lástima, una lástima que de puro triste hace daño a su acreedor. Erika Kohut no puede ser una mujer porque su madre, que la trata alternativamente de niña y abuela (dos papeles pasivos por definición), se lo impide. Pero tampoco Walter Klemmer le permite esa mínima autonomía que, para ella, significan las fantasías masoquistas. Oh, no, argüirán los ortodoxos compasivos, Klemmer no consiente tales prácticas por patológicas: ¡en realidad rechaza a Erika y su doloroso mundo por el propio bien de ella!
Este punto de vista me parece interesante. Es obvio que Haneke y Jelinek lanzan un escupitajo ensangrentado a la arrugada cara de la represión, tan vieja y amargada. Sin embargo, ahí está Walter Klemmer, bienintencionado, dispuesto a amar a Erika. Hay un primer acercamiento sexual, malsano, en los baños del conservatorio. Hay un segundo en clase, y está claro que ella es la desequilibrada. Hay un tercero en la habitación sellada de Erika, tras el cual, Klemmer, horrorizado, se marcha jurando no querer saber nada más de ella. Erika no quiere las ternezas de Walter, sino que tiene muy clara su elección; aun así, se ha ilusionado con el guapo jovencito y su marcha le hiere.
Pero Walter Klemmer vuelve. Acusa a Erika de contagiarle su perversidad, porque se ha descubierto a sí mismo borracho masturbándose bajo la ventana de su profesora de piano. Klemmer se comporta como el hombre de la casa: golpea a Erika hasta hacerla sangrar, encierra a la madre, pide un vaso de agua y, finalmente, tumba a Erika sobre el suelo y… ¿Cómo decirlo? ¿Le hace el amor? ¿Se la tira? ¿Qué fórmula describe adecuadamente el acto de poder del biempensante Klemmer? Erika permanece quieta, sometida a una violencia que no ha elegido, obligada a recibir algo que no quiere. Klemmer ejecuta el coito tradicional y, ahora sí, se va. Tras todo el amor, todas las caricias, todas las zalamerías que derrochaba en el primer acto de la película, sólo estaba la firme determinación del cachorro por echar un polvo.
La crítica, dolida y despiadada, de Haneke y Jelinek es un disparo al bello rostro de la moral y las buenas costumbres. Tanta reprobación, parecen decir, a la aberrante relación entre una madre y su anulada hija, tanto escándalo por unas esposas y unas cuchillas. ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es lo bueno, lo aceptable, lo sano? ¿Quién lo decide? También el amor romántico es una relación de poder. El poder de sojuzgar, una vez más, a Erika.

miércoles, 13 de enero de 2010

i love rock'n'roll

¿Escuchar punk de los 80 es signo de inmadurez adolescente o es que, simplemente, han llegado los exámenes?

http://www.youtube.com/watch?v=M3T_xeoGES8

¡Feliz enero, estudiantes!