Que Aronofsky opte por el destino y no las circunstancias de la protagonista como motor del relato redunda en una mejor comprensión del personaje. Me extraña hasta cierto punto no oír ninguna voz indiferente al sufrimiento de Nina, alguien que opine que ella tenía elección y que, vaya, se lo había buscado. Porque es ella misma quien diseña el camino de perfección y de destrucción, y, si bien el entorno es especialmente adecuado, su batalla es por sí misma contra ella misma. Es ella frente al espejo: cisne negro y cisne blanco. Pero el dilema no es tan simple.
Digamos que el dilema parece simple en un principio. En El lago de los cisnes cabe hablar de buenos y malos: un cisne blanco puro y bueno contrasta con el cisne negro avieso y sensual. El cisne negro seduce al príncipe, por lo que el cisne blanco se suicida. Según la más clásica tradición occidental, la tragedia estriba en la victoria del cuerpo sobre el espíritu (esto, después de Nietzsche y Freud, es inaceptable). Aronofsky da una vuelta de tuerca al mito y define el cuerpo como campo de la batalla. El cuerpo es objeto de belleza. Más aún, el cuerpo es creador de belleza, y en tanto que tal, es objeto de una disciplina absoluta. Éste es el cisne blanco; no un cisne blanco etéreo, sino un cisne blanco duramente corpóreo. ¿Y el cisne negro? Si el cisne blanco se caracteriza por el control total, el cisne negro enarbola la libertad del cuerpo. Y aquí es donde aparece la ambigüedad. El cisne negro puede ser tanto Lily, reflejo voluptuoso de Nina que fuma, bebe y se acuesta con hombres, como la Nina que responde al beso de Thomas con un mordisco. La liberación del cuerpo puede significar tanto placer como destrucción.

¿Cómo hacerlo? El asceta, empeñado en eliminar lo que en él hay de impuro, mezcla placer y dolor y disfruta de sus autoimpuestas restricciones tanto como aborrece los goces que se ha negado. Así, es más doloroso comer que ayunar, y más lacerante una caricia que una herida. Pero, por supuesto, Nina tiene hambre: de perfección y belleza. Ella, cisne atrapado en cuerpo de mujer, será la Reina Cisne absoluta. Ella encajará la inocencia del Blanco con la lujuria del Negro en el momento preciso: cada paso de ballet será exacto, necesario, como tiene que ser y no de otra manera. Y un mundo inalterado e inmóvil es un mundo muerto.
El final de Nina Sayers no es, por lo tanto, ni accidental ni circunstancial. Se sabe que la vida trae cambios y que hay que procurar la felicidad en la aurea mediocritas; la Reina Cisne ha renunciado a ambas. No quiere una madre comprensiva, no quiere un amante cariñoso, no quiere una carrera fácil y ni siquiera quiere un cuerpo hermoso. Psicológicamente hablando, es presa de sí misma (una de las pocas líneas obvias del guión) y de su ansia de perfección, el cisne negro que termina venciendo. La liberación es la destrucción. Cuando vemos a Natalie Portman en su abrigo rosa, presta a cruzar la calle y empezar la función, sabemos que no hay nada que pueda detenerla y deseo, llorosa, que hubiera habido algo que le diera una alternativa, algo que le hiciera ver los esplendores de la imperfección. Pero, por la misma razón de que no es víctima de ninguna circunstancia, las medianas alegrías tampoco le harán darse la vuelta. Es ella quien se ha llevado hasta allí. Ella es feliz, claro que sí, con esa felicidad lisa y orgullosa del asceta, esa felicidad irreal fruto del éxito absoluto. Después de bailar la Reina Cisne, Nina Sayers está vacía, destruida, flotando en su propio cielo del que ya nada la salvará.
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