( p a p e r b a c k w r i t e r )

jueves, 25 de febrero de 2010

Hastío y evasión

Hoy es uno de esos días en los que me quiero comer el mundo y el tiempo no acompaña. El cine es caro, los bares están lejos, llevo todo el día fuera de casa y no me apetece abrir un libro, he intentado por enésima vez utilizar el megaupload para atiborrarme a series y no funciona, Sonia ha vuelto a poner espaguetis a la boloñesa y no ha estado inspirada con la ensalada. ¡Horror! Vaya, me he dicho mientras subía la cuesta de Ramiro de Maeztu, volviendo de la facultad, vaya, parece que tengo ganas de sentarme a escribir. Pero no es tan fácil, no... Porque si me da pereza sumergirme en el relato maravilloso de Dickens, qué me dará el desenvolvérmelas con personajes desconocidos e intrascendentes como aquellos que trato de imaginar. Así que tampoco hoy es día de trabajar.
Bueno, vale, trabajaré un poquito. Una entradita para David Lynch, va, que ya van quince días desde que vi Mulholland Drive y casi tres semanas desde Terciopelo Azul. Venga, aunque la octavilla de la Filmoteca diga que el lenguaje de Mr. Lynch es irreductible a la literatura, puramente cinematográfico, y sus historias indiscernibles de la película que las cuenta. Que no se diga que no se puede hablar del cine de David Lynch.
¿Qué me gusta de estas dos películas de Lynch? La fascinación que ejercen sobre mí. Las imágenes pueden ser horrendas, turbadoras, excesivas, pero no apartaré jamás los ojos de la pantalla: no importa lo que esté ocurriendo (lo que se le esté ocurriendo a Mr Lynch) que yo preferiré seguirlo a volver al mundo de los vivos. Lynch es un experto en esta clase de dilemas. En Terciopelo Azul, Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan antes de pervertirse en Sex and the City) es obligado a elegir entre la realidad más artificiosa y su reverso, un submundo de brutalidad y decadencia que es también descaradamente estético. De día vemos a los guapos adolescentes, el color pastel del batido de fresa; de noche, la decadencia del terciopelo, el rojo de los labios de Isabella Rossellini, el sexo simple y retorcido de Frank Booth. Jeffrey es feliz al compaginar la rubia frescura de Sandy Williams (Laura Dern, supongo que llamada Sandy por aquella otra Sandy de 1978) con la mirada enturbiada de Dorothy Vallens. Durante toda la película Jeffrey parece jugar, pero nada más lejos de la verdad porque para él todo es real. Al elegir (igual que nosotros elegimos acabar la película y retomar nuestra particular rutina), se escapa de una buena, pero Lynch sabe lo que se está perdiendo. Si pudiera, Lynch se quedaría con el terciopelo azul y filmaría eternamente una película inacabada.
Su cinefilia (su adicción) llega al paroxismo en Mulholland Drive. En Terciopelo Azul violaba sistemáticamente los códigos hollywoodenses, como si un Buñuel tuerto mirara el cine negro, las películas de instituto y el melodrama (disculpas por el retruécano, era demasiado fácil). En Mulholland Drive la apropiación es explícita y la ambigüedad entre realidad y ficción, cine y sueño es aún más radical. Ya no es un subtexto, sino la materia misma de la historia. No quisiera discutir ahora la verdadera identidad de Diane Selwyn (¿Naomi Watts?) ni conjeturar sobre el orden de las piezas del guión. La película impacta porque construye sus propias reglas, unas reglas asombrosamente fatales, si bien distintas de las que imperan al otro lado de la pantalla. Sentimos que el desconcierto de Diane Selwyn es el nuestro, claro: pero también compartimos su desamparo. Ella, en un mundo tan alucinado, padece ira y amor y está sujeta a un Destino de la misma manera que nosotros, zarandeados por una vida que no por tangible es menos inescrutable. Es posible que el mundo de Lynch sea lisérgico, sí. El mérito está en que sus viajes tienen tanta coherencia como nuestras desventuras. Lo demás es estética.
(Pero ésa es otra historia.)

martes, 2 de febrero de 2010

Mi evangelio pop

Todos los años llega el día en el que rebuscas en la estantería o en el iPod y, sin mucha intención, eliges un disco de los Beatles. Siempre has sabido que eran buenos, que son buenos, pero, ¡psé!, como que los recordabas un poco sosos. Demasiado pop. Y es entonces cuando una canción, una que te había pasado desapercibida u otra cuyos acordes habías olvidado, te encaja. Surge de los auriculares y se enreda en tus pensamientos, en tus sueños, incluso dirías que la calle se mueve al ritmo de la música. La música se desliza de tal manera en la realidad que parece que es su causa, o su explicación, y entonces aprecias a los viejos John, George, Paul y Ringo como si fueran las personas más sabias del mundo.
Esta vez me ha tocado redescubrir All You Need Is Love. Reconozco que pertenece al grupo de las famosas, ésas que aparecen en el disco de números uno, y que eso le quita encanto. Para colmo, el título es tan relamido que es imposible citarlo sin superar cierto escrúpulo moral o excusarlo de alguna forma: eran los 60, los hippies, el marketing, lo que importa es la música...
A los diez años, cuando escuché la pieza por primera vez, el titulillo me pareció una soberana ridiculez, porque el amor, en la infancia, es una palabra sin significado. O bien lo disfrutas y es obvio, o bien te lo niegan y es irreal. Me quedé con las sorprendentes trompetas, tan ufanas con su proclama ética de amor universal. Años después, cuando llegaron la adolescencia y los chicos y el amor pasó a ser un concepto discutible y (sobre todo) un objeto de deseo, la canción se me antojaba una mala broma. El estribillo se repetía en mi cerebro con la obstinación de las verdades dolorosas, las trompetas representaban las risas de los amantes afortunados.
Por suerte, soy menos melodramática hoy que entonces, y ya no imagino conspiraciones detrás de una frase que, probablemente, se le ocurrió a alguien en un submarino (y no precisamente de guerra). La he cantado con amigos cambiando ciertas palabras por otras, la he puesto a todo volumen mientras me duchaba, en fin, la he sometido al mismo proceso de degradación que a toda la música que me gusta. Y, por fin, el otro día, se me ocurrió una idea que vengaba todos mis sufrimientos de quinceañera. ¿Y si lo que necesitas no es ser amado, sino amar? Amar en el sentido honesto del término, esto es, la experiencia de un sentimiento verdadero de generosidad y entrega, exige un grado de madurez que no todos tenemos. Es fácil confundir el amor con posesión o con necesidad, arrimándolo a metáforas económicas que empobrecen una emoción: al cargar el significado de "amor" en su elemento de apego a la segunda persona, despreciamos otros aspectos. Necesidad o posesión (aún más) remiten a una relación de poder. Y eso ya lo criticamos el otro día, así que no me voy a repetir. Necesidad y posesión son más sensaciones que sentimientos completos, y el amor... El amor merecería ir acompañado de la capacidad de conocer y perdonar. Necesitamos amar como superación de la mezquindad a la que nos vamos acostumbrando. Y eso se aprende, ¿o se recibe? ¿Qué dices tú, San Agustin?