( p a p e r b a c k w r i t e r )

sábado, 12 de febrero de 2011

De la impaciencia (la metáfora de las lentejas)

Acabo de poner al fuego una olla con lentejas, cebolla, ajo y laurel, y, de acuerdo con la receta de Simone Ortega, la tendré cociendo durante dos horas. Me asombra que lo que ahora es un deslavazado conjunto de legumbres, vegetales y agua se transforme en un guiso espeso y sabroso por obra, únicamente, del calor y del tiempo; me sorprende que no haya que recurrir al favor de alguna virgen o al poder de los conjuros. Sin embargo, lo más insólito del asunto es que no haya manera de hacer unas lentejas que nos evite la espera - a que el tiempo ablande los alimentos, a que el calor condense el caldo -, que, de no ser por esas dos horas, el guiso se quedaría en sopa agria.
En realidad, la clave no está en el tiempo de cocción. No es la lentitud lo que me interesa, no creo que sea un valor en sí mismo ni siquiera en un proceso gradual, al igual que tampoco creo que el esfuerzo sea una condición necesaria en todo logro importante. Las proteínas de las verduras van rompiéndose de una en una y el agua se evapora molécula a molécula; poco a poco, rotura a rotura, ocurre la transformación. Si el inicio del proceso es difuso (¿cuándo empieza la cebolla a pocharse? ¿Al ponerla en remojo? ¿Al calentarla?), aún más lo es el final (las lentejas pueden quedarse duras o deshacerse sólo con unos minutos de fuego de diferencia). Al contrario que en un drama, es difícil encontrar el momento crucial en el que se decide el desenlace del asunto, o el problema básico que se está tratando.
La estructura narrativa clásica - planteamiento, nudo y desenlace - proporciona seguridad. Al organizar así los acontecimientos, hilvanándolos causalmente, tenemos la ilusión de haber hallado una explicación histórica. Decimos entender lo que pasó si podemos contarlo según una disposición dramática. Sin embargo, la realidad no sigue el esquema tripartito. Encajarla en él es someterla y forzarla, lo que por un lado significa adueñarnos de ella (comprenderla) y, por otro, engañarnos. "La vida no es como en las películas", y no porque sea más fea, sino porque no hay una línea de guión con la que, repentinamente y de un golpe, todo cambie.
Y estoy hablando de política. Desconozco cuáles han sido las semillas y el abono de la revolución egipcia, por lo que valdrá como triste ejemplo la crisis actual. Creo que no me arriesgo mucho al afirmar que la crisis se viene gestando desde tiempo atrás (no se crea una burbuja inmobiliaria de la noche a la mañana), o que los efectos de las medidas para paliar el crash no serán apreciables hasta dentro de, al menos, año y medio. Y no es ningún escándalo: es... La realidad. En las crónicas sobre las palabras de Obama tras el atentado de Tucson, la palabra catarsis aparece varias veces, como si el país entero se redimiera al condenar unánimemente a Jared Lee Loughner, como si bastara una retórica madura y ambiciosa para limpiar el panorama político de todas las insensateces que se han oído en los últimos años. Esta purificación colectiva procura alivio y vacuna, momentáneamente, contra la proliferación de insensateces aún mayores; insensateces que, por mentirosas, violentan el diálogo democrático . Sin embargo, es peligroso olvidar que la degradación del discurso político forma parte de un contexto histórico, de un proceso que no empezó en Sarah Palin y no termina con Barack Obama. Tal vez, en cien años los analistas indiquen en qué momento el guiso se quedó soso, o el tiempo que le faltó en el fuego para que las lentejas no estuviesen duras. Pero, hoy por hoy, no podemos recurrir a la estructura narrativa explicativa: revertir la crisis económica o el envilecimiento político exige dar pasos en esa dirección. Las cifras de empleo no subirán como por ensalmo y, que yo sepa, no hay hechizos que puedan transmutar a Esperanza Aguirre en Victoria Kent. Decretar un final rápido y simple no servirá de nada.
Así las cosas, el vicio de la impaciencia suele retroalimentarse con la ilusión del drama. El desarrollo paulatino de cualquier cosa, buena o mala, es visto como un trámite a cumplir cuanto antes. Y no tiene por qué ser así: el proceso forma parte del resultado. Cada etapa es causa y fundamento de la conclusión tanto en el complejo devenir histórico como en la peripecia personal, tanto en un descenso a los infiernos como en el logro de un triunfo. Ni siquiera los héroes trágicos son arrojados a su destino sin una cuidadosa construcción de su desgracia, y los peores finales felices son aquellos que parecen caídos del cielo. Un buen final pide una buena historia, y las buenas historias merecen tener lugar.