( p a p e r b a c k w r i t e r )

sábado, 27 de noviembre de 2010

To be in

No había pensado escribir sobre este tema. Es más, llevo semanas pensando en una entrada totalmente distinta: calculando el tono, eligiendo los elementos que conducirían mi reflexión. Pero, honestamente, ha sucedido algo que me ha hecho cambiar de idea; algo que me ha arrancado del Nueva York de los sesenta, de las ciudades medievales, de la música de los Beatles y de los viajes que hice meses atrás. Escribo entusiasmada y arrebatada. He visto La red social (David Fincher, 2010).
Empecemos por el principio. Soy estudiante universitaria y comparto un piso, aunque viví 4 años en un colegio mayor. Estoy en Tuenti desde hace dos años y medio y en Facebook desde hace algo más de uno. ¿Cuántas veces al día miro mi facebook? Pues no sé, ya no las cuento, ahora mismo lo tengo abierto en otra pestaña mientras, dicho sea de paso, escucho The White Stripes en Spotify. Si hay alguna canción que me resulte hoy especialmente conmovedora, Spotify me permite colgar el enlace en mi muro de manera que todos mis amigos dispongan de esa información. En fin, no es necesario glosar las aplicaciones de Facebook. Me consta que no soy la única que ha adoptado este modo de vida. Mark Zuckerberg ("Soy el jefe, mamón") lo sabe, Sean Parker (un muy ladino Justin Timberlake) lo sabe y Fincher, por supuesto, también lo sabe. Hay una revolución en curso, una revolución donde la velocidad no es la de las competiciones de remo: es una velocidad más rápida, de bytes, intangible; la película está filmando en el ojo del huracán, lo cual puede ser un lastre (la realidad está repleta de basura narrativa) o, como es el caso, la guinda del pastel.
Un momento. Demasiada verborrea. ¿Una velocidad más rápida e intangible? ¿La guinda del pastel? ¿Pero, la película no trata de Mark Zuckerberg? Claro. Antes, tardábamos días en pasar un artículo a un amigo, en decirle cuándo le habíamos recordado, en responder sus cartas largas y descriptivas. Nos preguntábamos que estaría haciendo. En Facebook, eso ya lo sabemos. La comunicación es fácil, continua, fluida; apenas le echas de menos, cuando ya se lo has dicho. Los estados de ánimo cambian sin cesar (inicio, más recientes, 300 novedades). Multipliquemos esto por una sociedad de masas, una sociedad burguesa de masas en la que sus cachorros recorren mundo yendo a fiestas, conociendo gente, añadiendo amigos que se desplazan según un movimiento browniano. Obviamente, el fenómeno es de carácter milmillonario, de expansión infinita, y a Zuckerberg y Parker, no digamos a Eduardo Saverin, se les va de las manos. La "autoría intelectual", el copyright es un concepto raquítico en un mundo donde la información circula a esta velocidad. Este asunto es inabarcable por el empresariado tradicional -recordemos a Saverin buscando anunciantes en el metro de Nueva York- y por la jurisdicción tradicional -los gemelos Winklevoss, infatigables competidores de remo-. No en vano Zuckerberg está vestido, durante toda la película, en sudadera y chanclas.
Sí, hay una revolución y no sabemos adónde nos va a llevar. Los jefes de todo esto ya no son cincuentones de traje y puro, sino nerds ariscos con algunos restos de acné. Las chicas follan con los nerds y no con el capitán del equipo de natación. Ah, los nerds, esos seres solitarios obsesionadas con el código y el algoritmo, siempre conectados (to be in), militantes del anticopyright, incorruptibles por el dinero o el poder.... Fincher sabe que no. Savarin, Parker, Zuckerberg quieren mandar, el dinero y la chica; sus rencillas son las de unos veinteañeros que, por casualidad, son milmillonarios y deciden resolverlas en los tribunales. Sienten envidia, resentimiento, desconcierto ante la las dimensiones de la criatura que han concebido. Fincher sabe, de nuevo: sabe sobreponerse al estupor ante la tecnología y ver qué hay de significativo en medio de todo esta vorágine. No es ciencia-ficción, es un drama existencial. Pero todo relato es a posteriori, y esto es la actualidad, por lo que aunque hayamos conseguido contar cómo se creó Facebook, el Nuevo Mundo, aún no sabemos cuál es nuestro lugar allí.
Mark Zuckerberg tiene 26 años. Si Facebook es joven, él lo es más: tiene mucha vida por delante. Al final, le dejamos enfrente de la pantalla, solo, clicando una y otra vez en el perfil de su primera novia para comprobar si ha aceptado su solicitud de amistad. Fincher no da la solución, ni para Zuckerberg ni para nosotros. En realidad, igual que para Rick Blaine y el capitán Renault en Casablanca, queda todo por suceder.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Orejitas

Acabo de ver el último capítulo de la cuarta temporada de Mad Men, lo que significa que me he despedido de Don Draper, Peggy Olson y tutti quanti por un tiempo. He vivido con ellos durante casi tres meses. No han sido tres meses de cruzarnos en la oficina, como quien dice, sino tres meses en los que los he visto ganar, perder, engañar y engañarse, decepcionarse y decepcionar. Una de las virtudes más admirables del guión de la serie es su forma de desnudar y exponer a los personajes; con delicadeza y precisión, cada giro revela un miedo, un deseo, sin caer en el tópico. O, mejor dicho, sólo cae en el tópico para, con otra vuelta de tuerca, desmontarlo y explicarlo.
Y es que, a primera vista, los personajes no se alejan tanto del cliché. Don Draper, frío y genial ejecutivo. Peggy Olson, mujer inteligente y ambiciosa. Betty Draper, neurótica niña rica y eterna mujer de. Joan Harris, secretaria eficiente y despampanante. El aparente machismo de esta caracterización obedece a los códigos de la época, pero queda denunciado justo por esos mismos clichés. Releo lo que he escrito. ¿Códigos de la época? ¿Hemos superado los estereotipos Harris, Draper, Olson (de izquierda a derecha)?
Voy a empezar poniendo mis cartas sobre la mesa: me siento identificada con Peggy. Ibais a saberlo de todas maneras... Miss Olson, "Orejitas" durante la primera temporada comienza como secretaria de Don (la serie se inicia con su llegada a la agencia, lo que la convierte en algo así como una "protagonista subterránea) y ya en la tercera temporada es creativa (de paso, dejan de llamarle Orejitas). Es la primera mujer que ocupa un puesto de poder institucional por méritos profesionales propios, es decir, que no es una secretaria como Joan Harris, ni una esposa más o menos influyente como Betty Draper, ni una heredera como Rachel Menkes. Es una ejecutiva talentosa con aspiraciones.
Aunque no son las aspiraciones lo que la distingue de Joan y Betty; las tres se caracterizan por su deseo de poder. Betty, más delgada en cada capítulo, por cierto, ha hecho una inversión desacertada al formarse íntegramente como ama de casa perfecta: siempre habrá un ámbito exclusivamente masculino al que no pueda acceder, y la oficina de Don le resulta tan familiar como la selva amazónica. Betty Draper se encuentra atrapada en su propia contradicción, lo que agudiza su neurosis más y más, igual que un animalillo enjaulado y hambriento. Joan, por el contrario, parece cómoda en la posición de jefa de intendencia. Es la gran mujer detrás el gran hombre: la agencia no funciona sin ella. Utiliza únicamente los medios que se le otorgan y permiten, que la mayor parte de las veces tienen que ver con ese bolígrafo que se balancea entre sus pechos. Vale la pena subrayar que Betty y Joan son poderosas en tanto que seres sexuales, Betty como esposa y Joan como secretaria (ergo chica fácil). Ésa es la diferencia con Peggy.
Peggy rechaza las armas que le corresponden como mujer. Durante las dos primeras temporadas se viste de manera mojigata y, desde luego, aparte de Pete Campbell, no tiene más líos en el trabajo. ¡Sería contraproducente! Si quiere la posición de un hombre, tiene que renunciar a ser una mujer, al menos a que los demás la vean como a tal. El conflicto más grave de Peggy no es, como podría predecirse, "desexualizarse" en tanto que chica joven, sino compaginar la femineidad con el ejercicio del poder. No quiere, no puede, ser una acompañante de lujo (como, en último término, Betty) ni el descanso del guerrero que representa Joan, sino que sólo (sólo) quiere ser una publicista tan buena como Don Draper. Y, diría Mr. Draper, no hay ningún problema. ¿Seguro? Peggy ve minusvalorada su labor como creativa y, además, su condición femenina que, en el mejor de los casos es ignorada. Una mujer con los derechos de un hombre no es atractiva: el precio a pagar es doble y, antes de acceder al cielo de los privilegios masculinos, hay que pasar por el purgatorio de no disfrutar ninguna de las esferas de poder, no ser ni una cosa ni la otra. Claro que la alternativa es, en muchos aspectos, el infierno.
Supongo que es cuestión de personalidad. Ciertas personas, hombres o mujeres, asumen de buen grado el rol que se les ha adjudicado en razón de su sexo, y ciertas personas no. Esas personas renuncian a un número, variable, de rasgos de carácter en aras de una mejor aceptación social, lo que exige una crisis que llamamos "de crecimiento" del mismo modo que a la renuncia la llamamos "madurez". No es tampoco una cesión absoluta a las demandas sociales; más bien es un contrato que equilibra éstas con nuestros propios principios. Y es que, seamos realistas: pocos de entre nosotros son verdaderos ermitaños.
Anticipo que Peggy irá encontrando ese equilibrio. Ella tampoco podría formular los términos de su particular contrato en soledad: entra en contacto con otros grupos, beatniks y similares, un chico que la admira y que no habla de matrimonio. No, no está ella contra el mundo. Pero eso lo descubre después de haberse arriesgado, después de haber desafiado las convenciones, después de haber elegido no ser ni Betty ni Joan. Aunque sepa lo que no quiere, Peggy va averiguando qué es lo que sí quiere a lo largo la serie, redactando poco a poco el contrato, invéntandose su papel en el mundo. Y por eso (y tantas otras cosas) quiero ser como ella.