( p a p e r b a c k w r i t e r )

viernes, 23 de septiembre de 2011

Fuera de campo (y II): Carne Débil

Son las ocho y media de la mañana y el sol cae ya a plomo incluso en Castilla la Vieja. Las mujeres salen de las casas para barrer la puerta mientras algunos hombres empiezan el día con un carajillo en la terraza del bar. Yo, que hago jogging, paso por delante de unas y de otros suscitando exclamaciones de sorpresa (“¿Pero ande vas tan deprisa?”) y ánimo (“¡Pedalea, hermosa, pedalea!”). No me paro, sólo sonrío con un mohín de agradecimiento; sigo mi ruta fuera del pueblo, por los caminos que bordean campos de girasoles, donde señores y señoras en pantalón corto rinden su tributo al colesterol. Y yo, que me debo al vientre plano y muslo firme, les adelanto ante sus miradas de admiración. Al principio mis jadeos perturbaban el caminar seguro de los jubilados, pero ahora que formo parte del paisaje mi juvenil carrera les es tan tranquila como sus paseos.

Un vistazo a la música que llevo en el iPod bastaría para desmentir el carácter plácido del deporte. Durante media hora, mis auriculares atruenan con la pasión de unos Ojos verdes, los aullidos cósmicos de la Joplin o el perreo fino de un son cubano, por citar algunas de las arengas musicales que me estimulan en el ejercicio del cuerpo. Entre todas ellas hay una canción que sin duda destaca, que me hace marchar erguida y acelera mis zancadas como si se tratara de la última carrera de mi vida, hasta tener que parar y, exhausta, recogerme sobre mis rodillas. Sé que no debería enorgullecerme: la canción es Tomorrow Belongs to Me, de la película Cabaret (Bob Fosse, 1972).

Tomorrow Belongs to Me

Evidentemente (sólo hay que mirar esta secuencia) es un himno fascista. Está compuesto para enardecer el espíritu y acallar las conciencias, para levantar la vista al cielo azul entre los tilos y alzar el brazo por todo el oro que el Rin lleva en su seno, para glorificar la rectitud de la nariz aria y la fuerza guerrera de un ejército polimorfo olvidando… ¿Olvidando qué? ¿Qué es lo que oculta una frase tan ortodoxa, desde un punto de vista terapéutico, como que “el mañana me pertenece”?

El estribillo en cuestión incurre en dos errores de bulto. Y es que ni el futuro es un sencillo “mañana” ni es susceptible de sujetarse al derecho de propiedad. Resumir en mañana todo el porvenir implica simplificarlo a cielo o a infierno, reducirlo a tierra de salvación o de condena, o, por decirlo en términos políticos, apostar por el mesianismo. También: abolir el tiempo histórico y entrar en otro eterno; tal es la promesa clásica del monoteísmo y tal era la intención del Reich que iba a durar mil años. Parece de sentido común pensar que esto es improbable. Por si fuera poco, ese mañana es mío, nada menos que mío. Estas palabras, precisamente por falsas, pueden ser consoladoras; si algún ingenuo se lo cree, o se da de bruces contra la realidad o trata de modificarla a su deseo. La mejor manera de hacer efectiva y demostrar la posesión del futuro es, por supuesto, eliminar todo obstáculo presente que se interponga entre yo, nosotros, y el poder.

Por eso se comienza con cosas pequeñas, símbolos del triunfo de la voluntad. La velocidad de los atletas, la potencia del salto de longitud, la gracia del salto de altura, la belleza del nadador como signo de vigor, producto de una disciplina impuesta a todo desfallecimiento humano. Podemos hacerlo y lo hacemos, afirma la cineasta Leni Riefenstahl. Vemos Olympia (Riefenstahl, 1938) y sólo nos quedamos boquiabiertos, fascinados. Ah, es hermoso contemplar cómo el ser humano se sobrepone a sus debilidades naturales: cómo un cuerpo proporcionado se mueve con precisión matemática. Es hermoso contemplar el sometimiento de la naturaleza, igual que son hermosas, ay, las multitudes que hacen el paso de la oca en El triunfo de la voluntad (Riefenstahl, 1935). Absortos, miramos la pantalla: no hay estandarte que se balancee, no hay soldado que se descompase en la concentración nacionalsocialista de Núremberg. Notamos un escalofrío. No puede ser, no es posible, y me refiero tanto a la existencia de esos complicados desfiles coreografiados como a la manera impecable de ejecutarlos. No es posible.

No lo es. Ese derroche de armonía y belleza no es pensable sin una trastienda de horrores y sufrimiento: ya no. Cualquiera sabe que la realidad es impredecible y desordenada y que hay cosas que no se pueden cambiar, y que querer cambiar lo que no se puede cambiar comporta un coste tanto más alto cuanto más completo y rápido sea el cambio. Pero la gran victoria psicológica del fascismo es hacernos creer lo increíble: que un cabo austriaco bajito y moreno es el líder militar de la superior raza alemana, que la muchedumbre se organiza espontáneamente según patrones geométricos, que el compatriota Oppenheimer (por ejemplo) ha conspirado contra la patria, su patria, o que mi vida exige el exterminio de millones de personas porque, señores, el mañana me pertenece. Forzar el pensamiento es un mecanismo básico de la ideología fascista. No trata de resolver las contradicciones entre lo que debería ser y lo que en realidad es, ni siquiera de asumirlas – solución cotidiana – sino de suprimirlas por decreto-ley. Para ello necesitamos silenciar el sentido común y acallar nuestra conciencia; a la coacción física se le suma el asombro ante la belleza. Cada uno de nuestros miembros, hasta ahora en suspenso, vibra con la voz del joven rubio. En el embeleso musical, el grupo sería (seríamos) capaces de admitir cualquier cosa y de hacer cualquier cosa. El fascismo invade el éxtasis privado y se apropia de él para que sea medio y fin público: este acto violento – ética, políticamente hablando – es lo que no hay que olvidar. Porque, ¿quién no ha sentido aquel éxtasis alguna vez? ¿Quién renuncia a él? Cerramos los ojos y nos convertimos en una fuerza natural. La voluntad se reintegra con honores en el orden del mundo: teoría y práctica se reconcilian apasionadamente y nosotros, yo, sólo vemos y sentimos música y oímos la perfección del universo. El mañana nos pertenece.

Algo de ese poderío siento yo en los últimos minutos de sprint. Un paso más, una bocanada más de aire. Me alienta, ya lo he dicho, el anhelo de un cuerpo ágil y delicado, y la moral para superar mi debilidad por los dulces. Sí, yo también creo entonces que mi cuerpo vencerá sus propias apetencias, que el esfuerzo de treinta minutos corriendo satisfará mis instintos, que ese dolor en el costado se transformará en placer cuando, entregada, bata mi propia marca (un segundo más, una baldosa más) y tenga que parar. Durante unos segundos, es así; luego me costará respirar y tendré agujetas en los gemelos, pero habré conquistado unos segundos de inmortalidad. ¿Acaso voy a rechazar el éxtasis de los sentidos?

viernes, 26 de agosto de 2011

Fuera de campo (I): exilio

23 de agosto, Villa de Don Fadrique, Toledo. Si clasificamos nuestros viajes estivales según nos traslademos a lugares desconocidos o volvamos a la casa de verano de toda la vida, mis vacaciones pertenecen al segundo tipo. Por otro lado, el verano puede tener el carácter de un retiro espiritual, preferiblemente con la familia, o servir como desfogue tras un año duro, preferiblemente con los amigos. Este mes se identifica, sin duda, con el primer grupo. Hemos vuelto al pueblo donde creció mi padre.

Es cierto que aquí no hay mucho que hacer, tan cierto como que mi tarea es, ahora mismo, estudiar. La disciplina consta de sesión de deporte matutina, abluciones, desayuno, estudio, breve clase de inglés a un primo mío (un chavalín de nueve años), estudio, comida, siesta o telenovela, estudio, una fruta, más estudio, ensalada, charla con mis progenitores (comentamos las previsiones meteorológicas, los cotilleos del pueblo y algunos proyectos de futuro), y a dormir. Esta rutina tiene todos los elementos que propician la reflexión. Se integran el cuidado del cuerpo, que llevo a cabo con rigor, y el cultivo de la mente, pasando por la plácida y cotidiana relación familiar intergeneracional o la humilde experiencia docente: más que de una repentina y dramática iluminación ascética, éste es el camino hacia la paz estoica.

Siendo sincera, confesaré que era (es) necesaria. Los días transcurren en silencio, el silencio del estudio y la meditación en el que emerge, desordenado, el flujo de nuestros pensamientos. Tras unos bulliciosos meses en la capital, se agradece el cambio. He sentido mucho, he pensado mucho, he conversado mucho. Claro que el diálogo se caracteriza por la falta de dirección. Al contrario que un relato, que suele cerrar en su desenlace el problema que insinuó en el planteamiento, el final de un diálogo suele ser desconcertante o incluso incoherente, imprevisto por los interlocutores. Cosas de la doble autoría, supongo. Un narrador pone el final de su cuento; en una conversación, el final aparece ante unos participantes indefensos. Las interpretaciones son múltiples, y las conclusiones de una buena conversación se ramifican tanto más variadamente cuanto mejor haya sido aquélla.

Mantener un diálogo no precisa de un pensamiento ordenado. No hace falta, para intervenir, ajustarse a una tesis de fondo o un relato estructurado subterráneo. Basta con responder. Así, en el diálogo se encadenan, de manera más o menos pertinente, retazos de nuestro monólogo interior. En un diálogo auténtico y sincero (que es de lo que estoy hablando… La ocultación de la verdad hace la comunicación infinitamente más compleja) se dice tanto lo que uno sabe como lo que no sabe, lo que quiere como lo que no quiere si eso es lo que el otro ha preguntado. El hilo no es otro que la pregunta anterior, y esto vale para ambos. Por eso, las decisiones, las intenciones, no son unilaterales. No imaginamos acordar el final de una conversación como preámbulo a ésta (sería algo así: “-¿Te parece bien que, a pesar de tu reserva inicial, me confieses tus secretos más íntimos hacia la mitad y en la segunda parte yo te demuestre mi comprensión contándote anécdotas personales? –No, creo que es preferible que me guarde las confidencias para el final, y así tú callarás, sorprendido. Creo que, dramáticamente, esta estructura reflejaría mejor mis sentimientos”). Un relato es creado por una sola voz, aunque sea colectiva, que decide sobre el orden de la narración. En un diálogo, el orden se subordina al otro. La apertura a la influencia externa necesaria en un diálogo lo hace propicio para descubrir cosas, incluso acerca de nosotros mismos, pero no para explicarnos u ordenar nuestra conciencia.

Aquí entra en juego la narración, entendida en un sentido amplio. Me refiero al relato autobiográfico, la manera en la que nos contamos nuestra propia vida, con sus personajes principales y sus puntos de inflexión, en fin, ya sabéis. Hay quien ve su vida como una novela decimonónica, hay quien la ve como un western crepuscular o como una película de Almodóvar, o incluso, incluso como una de John Waters; hay quien se ve de protagonista de su propia vida y hay quien se ve como personaje secundario. Allá cada cual con sus historias y su mitología personal. Porque es pura literatura. Es imposible someter nuestra vida a una explicación causal, por exhaustivo que sea el detalle de dichas causas, por complejas que sean nuestras teorías. Sin embargo, y aun sabiendo que es imposible, elaboramos (con más o menos dedicación y fervor) estos relatos autobiográficos.

Construimos esos relatos no sólo para explicar y asimilar el pasado, sino también para afrontar el futuro con la sensación – siempre infundada – de control sobre los acontecimientos. Esta ilusión es igualmente necesaria. La estructura y la dirección que atribuimos a nuestra vida deben ser realistas para que esta ilusión sea poco ilusoria, en la medida de lo posible. Es difícil elaborar un buen relato autobiográfico. Se necesita honestidad, arrojo, tiempo y silencio. El silencio donde emerge el monólogo interior. La soledad al enfrentarnos a nuestra propia conciencia.

La escritura tiene también este elemento estático del que carece el diálogo y que es inherente a la narración. Es posible que la realidad se refleje mejor en la naturaleza interactiva, inmediata y dinámica del diálogo, como dijeron algunos antiguos. Tampoco podemos sobrevivir sin narración, sin – por artificiosa y aparente que sea – estructura. Pero ha sido necesaria una tregua de silencio para volver a la palabra escrita.

domingo, 19 de junio de 2011

Intermedio 2: otras cosas

Ya sé, ya sé. No trabajo, no publico, no escribo. ¿No escribo?


El grupo de la revista de cine Détour me invitó amablemente a colaborar, y acepté gustosa. Por supuesto, lo recomiendo encarecidamente.
ContraCubierta, por su parte, volverá a finales de junio. Prometo dosis de cine y nazis. Buen verano a todos.

jueves, 31 de marzo de 2011

El verano de su vida

Desde hace un par de años, me llama la atención la edad a la que los escritores llevan a cabo sus obras, especialmente las novelas. Considero que esta forma literaria exige un control cuidadoso de ritmo y personajes, control difícilmente realizable antes de los veinticinco años (por lo menos). Diría que la década óptima son los cincuenta: sin embargo, en el caso de un gran escritor, no tiene por qué ser así.
Francis Scott Fitzgerald tenía treinta años cuando publicó El gran Gatsby, dato extraordinario teniendo en cuenta la madurez de la que se hace gala en todos los aspectos de la narración. El carácter de los personajes es trazado con sabiduría, en un lenguaje sutilmente poético. Como una melodía de jazz o una tarde de finales de estío, El gran Gatsby condensa la felicidad de días pasados, la certeza de que esos días no volverán y la esperanza ante el próximo verano por llegar. Fitzgerald, a sus 30 primaveras, expresa este equilibrio sin caer en la ingenuidad ni en el lamento.
Mejor dicho, el señor Nick Carraway no cae ni en la ingenuidad o el lamento. La elección del narrador siempre es significativa, y la voz en primera persona de este joven banquero, de treinta años, recién llegado al glamuroso Este norteamericano le permite a Fitzgerald reflejar en el lector la fascinación por Jay Gatsby y su entorno. Daisy Buchanan y su marido, Jordan Baker y, sobre todo, la espontánea generosidad de Gatsby atraen intensamente al narrador. Aunque (o por eso) Nick no toma parte activa del grupo. Él admira la piel dorada de Jordan, el tintineante entusiasmo de Daisy; la sonrisa cálida de Jay Gatsby promete la suave felicidad de un mundo no enturbiado por pequeñas miserias humanas como la mentira o la pobreza.
Porque Nick Carraway, como América, sueña con el dinero. La comodidad económica trae consigo una sensibilidad y una belleza añadidas. El dinero marca un territorio especial, en el que se realizan plenamente lo bueno y lo bello sin ninguna limitación material, libres de esta preocupación. En Long Island, Nick se encuentra ante su ideal de juventud, y casi se diría que el verano transcurre como un sueño de inmortalidad: tal admiración es, por supuesto, una profunda diferencia de clase. Nick admira a Gatsby viendo en él la generosidad pura, el júbilo de las fiestas y el genuino amor por Daisy, igual que el Medio Oeste mira hacia Boston o Filadelfia en busca del quid de la sofisticación, igual que las familias acomodadas de Massachussetts enviaban a sus cachorros a Europa para que aprendieran la auténtica cultura.
Claro que esto último cambió después de 1918, cuando Europa (madre del arte italiano, el teatro inglés, la filosofía alemana y la moda francesa) se embarcó en una sangrienta carnicería sólo detenida por la intervención norteamericana. Esto hizo que EE UU tomara conciencia del agotamiento del Viejo Mundo, un poco como los niños que se dan cuenta de la inmadurez de sus padres al verlos discutir. Nadie duda de la exquisita educación impartida en las élites europeas, cuyos miembros a su vez inculcarían un elevado ideal moral a su progenie, pero esto no impidió a los gobernantes europeos emplear a sus pueblos como carne de cañón en guerras imperialistas. Tuvo que ser la joven Norteamérica la que pusiera orden en la casa familiar (para después, como cualquier quinceañero, sacar beneficio propio e incurrir en errores propios, faltaría más).
Ante la debacle europea, EE UU celebró los años veinte como todo buen muchacho recién emancipado: música, alcohol, chicas enseñando piernas y coches deportivos. El sueño americano fue más realidad que nunca, y en este sueño vivieron los Jordan Baker y Buchanan hasta despertar en octubre del 29. De golpe, resultó que el dinero que llevaban diez años gastándose simplemente no era real, y todo el lujo había sido una pompa de jabón. La burbuja pinchó y no quedó nada dentro; ya nadie quería, ni podía, comprar unas acciones que sólo se desvalorizaban. ¿El capitalismo era esto? La sociedad les había hecho creer otra cosa. Los inversores quedaron empobrecidos y desengañados.
Nick Carraway tampoco previó que nadie, absolutamente nadie asistiera al entierro del gran anfitrión Gatsby. La imagen del Gatsby atractivo, entregado a la sociedad que le arropa, se rompe del todo al final. Nick descubre que era sólo el antiguo amor por Daisy lo que le movía: la realidad es que no tenía amigos. A Jay Gatsby el dinero no le ahorró atarse a un sueño de juventud, como tampoco aminora (ni les salva de) la propia mezquindad de los Buchanan. No, el dinero no da la felicidad y lo sueños, sueños son. Ya lo sabía Fitzgerald en 1926. Occidente despabiló de su sueño moral con la Gran Guerra para que después EE UU se despertara tras la gran fiesta de los 20 y descubriera que (al contrario que los Buchanan) sí que tenía que recoger los desperdicios y pagar por los platos rotos.
En otoño, Nick Carraway hace las maletas y regresa a su ciudad natal. "No soy un hombre del Este", escribe. El tiempo, en El gran Gatsby, acaba desnudando los ideales y evaporando los sueños. Pero, y a pesar de todo, no hay amargura en a decepción de Nick: siente, más bien, desilusión. Al contrario que los accionistas en aquel otoño aciago, el joven Carraway no se desespera. Ya sabe que el ideal que se había forjado de Gatsby mejor que el Gatsby de carne y hueso, sí; a la vez, es capaz de recordar con melancolía lo hermosos que eran los días junto al Gatsby que creía conocer. En la ausencia de rabia o rencor radica la madurez de la escritura de Fitzgerald, que se mueve, en equilibrio, entre la nostalgia y el realismo. El escritor evita el desenlace grandilocuente y hace a Nick Carraway vivir muchos años más para acostumbrarse a la frustración de los ideales.
Quizá el aprecio simultáneo por sueño y realidad, y pasado y futuro, que expresa Nick, sólo sea posible a los treinta años, superada la excitación de la primera juventud y aún no impuesta la desgana de la vejez. Quizás. Pero, desde luego, hay que ser Francis Scott Fitzgerald para poder escribirlo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Los esplendores de la imperfección

Han pasado ya tres semanas desde que vi Cisne Negro en el cine, y no puedo quitármela de la cabeza. Se me han grabado en la memoria el principio (Natalie Portman levantándose, comprobando el funcionamiento de cada una de sus articulaciones como preludio al ejercicio) y el final, que no describiré por delicadeza. Sí adelanto, y no reviento la película con ello, que Natalie Portman se suicida: pero éste se revela como único desenlace lógico alrededor del minuto 10. Lo que sucede en la hora y media siguiente (calificado con tino como "camino de perfección") son los pasos necesarios entre el cuerpo de la primera imagen, inverosímilmente flexible y obediente, y el cuerpo inerme de la última. Aronofsky sabe que esta historia gana fuerza al acercarla a la tragedia y alejarla del melodrama, haciendo de Nina Sayers una (anti)heroína y no una víctima del mundo del arte o de una infancia abusada.
Que Aronofsky opte por el destino y no las circunstancias de la protagonista como motor del relato redunda en una mejor comprensión del personaje. Me extraña hasta cierto punto no oír ninguna voz indiferente al sufrimiento de Nina, alguien que opine que ella tenía elección y que, vaya, se lo había buscado. Porque es ella misma quien diseña el camino de perfección y de destrucción, y, si bien el entorno es especialmente adecuado, su batalla es por sí misma contra ella misma. Es ella frente al espejo: cisne negro y cisne blanco. Pero el dilema no es tan simple.
Digamos que el dilema parece simple en un principio. En El lago de los cisnes cabe hablar de buenos y malos: un cisne blanco puro y bueno contrasta con el cisne negro avieso y sensual. El cisne negro seduce al príncipe, por lo que el cisne blanco se suicida. Según la más clásica tradición occidental, la tragedia estriba en la victoria del cuerpo sobre el espíritu (esto, después de Nietzsche y Freud, es inaceptable). Aronofsky da una vuelta de tuerca al mito y define el cuerpo como campo de la batalla. El cuerpo es objeto de belleza. Más aún, el cuerpo es creador de belleza, y en tanto que tal, es objeto de una disciplina absoluta. Éste es el cisne blanco; no un cisne blanco etéreo, sino un cisne blanco duramente corpóreo. ¿Y el cisne negro? Si el cisne blanco se caracteriza por el control total, el cisne negro enarbola la libertad del cuerpo. Y aquí es donde aparece la ambigüedad. El cisne negro puede ser tanto Lily, reflejo voluptuoso de Nina que fuma, bebe y se acuesta con hombres, como la Nina que responde al beso de Thomas con un mordisco. La liberación del cuerpo puede significar tanto placer como destrucción.
La película es también la búsqueda de Nina, en sí misma, de su cisne negro Su cuerpo es un perfecto cisne blanco, pero es incapaz de expresar el erotismo del negro. El Cisne Negro ya no es malvado sino, en cierta medida, necesario y conveniente. Sin embargo, Nina sólo siente atracción hacia Lily, su alter ego, y es que la tarea del asceta es tan exigente que no puede apartar la atención de ella (es decir, sí mismo). La obsesión por lo perfecto requiere una vigilancia constante y minuciosa: cada cosa tiene su sitio y su lugar, cada acto debe ser ejecutado de una sola manera en un mundo ideal que ha de permanecer intacto. No hay margen para lo imprevisto, puesto que cualquier influencia exterior trastocaría el modelo. Thomas insiste a Nina para que mire a Lily, para que imite su seducción, pero Nina no puede hacerlo. La sensualidad que busca Thomas y que lleva Lily abre la puerta a lo descuidado, a lo impreciso, y su inmaculado Cisne Blanco desaparecería. Nina no puede permitirse esa pérdida que la condenaría a la mediocridad. No quiere elegir entre Cisne Negro y Cisne Blanco: quiere encarnar a los dos. Ése es el ideal.
¿Cómo hacerlo? El asceta, empeñado en eliminar lo que en él hay de impuro, mezcla placer y dolor y disfruta de sus autoimpuestas restricciones tanto como aborrece los goces que se ha negado. Así, es más doloroso comer que ayunar, y más lacerante una caricia que una herida. Pero, por supuesto, Nina tiene hambre: de perfección y belleza. Ella, cisne atrapado en cuerpo de mujer, será la Reina Cisne absoluta. Ella encajará la inocencia del Blanco con la lujuria del Negro en el momento preciso: cada paso de ballet será exacto, necesario, como tiene que ser y no de otra manera. Y un mundo inalterado e inmóvil es un mundo muerto.
El final de Nina Sayers no es, por lo tanto, ni accidental ni circunstancial. Se sabe que la vida trae cambios y que hay que procurar la felicidad en la aurea mediocritas; la Reina Cisne ha renunciado a ambas. No quiere una madre comprensiva, no quiere un amante cariñoso, no quiere una carrera fácil y ni siquiera quiere un cuerpo hermoso. Psicológicamente hablando, es presa de sí misma (una de las pocas líneas obvias del guión) y de su ansia de perfección, el cisne negro que termina venciendo. La liberación es la destrucción. Cuando vemos a Natalie Portman en su abrigo rosa, presta a cruzar la calle y empezar la función, sabemos que no hay nada que pueda detenerla y deseo, llorosa, que hubiera habido algo que le diera una alternativa, algo que le hiciera ver los esplendores de la imperfección. Pero, por la misma razón de que no es víctima de ninguna circunstancia, las medianas alegrías tampoco le harán darse la vuelta. Es ella quien se ha llevado hasta allí. Ella es feliz, claro que sí, con esa felicidad lisa y orgullosa del asceta, esa felicidad irreal fruto del éxito absoluto. Después de bailar la Reina Cisne, Nina Sayers está vacía, destruida, flotando en su propio cielo del que ya nada la salvará.